domingo, 2 de noviembre de 2008

SUBE AL JUEGO

Sube, me dijo. Esperaba que esta historia fuera mejor que la de ayer; hace rato venía guatiando mi tío en sus relatos. Esta vez subí y dentro era lo de siempre: el mismo estrecho de los asientos, la tierra y los papeles en el piso, la guantera abierta porque estaba mala. Pero también todo era diferente: la historia de mi tío, lo que me motivaba a subir al auto y acompañarlo a hacer sus trámites. Tomó el volante y se echó a andar. La Citroneta estaba en buen estado, el motor era una maravilla, apenas sonaba. La dedicación que mi tío producía en el auto era de pasión; su joya era una majestuosa loza digna de reliquia. En el camino, un par de marchas y mi tío empezó a envolverme con su nueva y distinta historia. Recuerdo que movió el retrovisor y me dijo si tenía la menor idea de qué es ser realmente un actor, diciéndole, por supuesto, que no (aunque lo supiera mi respuesta era la correcta; no me quiero ni imaginar que al decirle que sí corte su historia y el viaje se convierta en una lata). Cuando era cabro chico trabajaba en el negocio, qué tipo de negocio, no lo sé, sólo escucha. Pepe bigote, sí pepe bigote se llamaba mi empleador, el mejor vago de todo Coquimbo, el mejor gran hijo de perra del mundo. De este porte (su mano chocaba con el techo del auto) y así de ancho (si no es porque estoy yo de copiloto su brazo derecho salía por mi ventana). Era el respeto en persona en el barrio. Por ahí decían las buenas lenguas que vivía con tres mujeres y uno como es pendejo lo primero que me imaginaba eran tres mujeres iguales a él con labores repartidas en el hogar del pepe bigote (No lo sé, creo que era lo más lógico aunque haya sido un simple comentario de niño) y cuando le comentaba a mi mejor amigo, que ahora no recuerdo su nombre, este me decía que me callara, no fuera que por ahí me escuchara y me arrepintiera luego de haber dicho tamaña cosa, qué cosa, no lo sé, sólo escucha. Por la tarde de un día me senté a esperar a los muchachos e ir a lanzar piedra al techo de la iglesia para que saliera el cura extranjero, al cual le faltaba tres cuartas parte de riñón. Era un chiste el anciano. De pronto una mano apareció desde mi nuca y se interpuso frete de mí. Hacía bastante calor y un trozo de sandía ofrecido por el gigante, una jugosa y rojiza sandía, no me era para nada mala, a si es que antes de pensar la acepté. Ven, me dijo. ¿Entró a su casa? ¿Vio a las mujeres? ¿Eran más de tres? Sí, sí qué le dije, eran tres, tres mujeres como nunca había visto, eso es, nunca había visto unas caderas que desaparecieran en el contorno, en los varios contornos que adornaban sus gordo cuerpos, ¡dignas tres gracias (pero los ojos de mi tío eran de sin-gracia) de Botero! Entonces eran como te las imaginabas, pues tío, no… bueno sí, pero no. Y llegamos al destino. Decidí esperarlo dentro de la citro mientras el tramitaba. De lejos podía ver al sujeto detrás de mi tío, del relatador de historias, el verdadero. Subió y nos marchamos.
Ya, ¿y? “y” qué, sí pero no, tío. Pasó a segunda y siguió. Lo que pasa es que las tres eran sus hermanas y no sus mujeres como me lo imaginaba. Cuatro hermanos gigantes en vez de uno. Al entrar estaban recogiendo los platos del almuerzo y se detuvieron al verme entrar y luego continuaron en su trabajo por lo menos una media hora. Me senté en el sillón, pepe bigote fue al fondo de su pieza y ahí permaneció por lo menso una hora. Yo por el rato me entretuve jugando con una chihuahua que los hermanos tenían de mascota. Se notaba que era cachorro, y un cachorro muy pulguiento; los hermanos no perdían el tiempo en otra cosa que no fuera el buen comer parece. Maté, recuerdo, unas diez o quince pulgas y de recompensa me lengüeteaba toda la cara, pero en lo que más me entretenía era cuando incentivaba a que se mordiera la cola como un trompo. Luego las pulgas me empezaron a hacer efecto: me había comenzado a picar donde no quería que me picaran. Me preparaba a rascarme los desesperados cocos cuando en una de esas del fondo aparece pepe bigote. De un salto me paré para que no me viera con las manos metidas en el pantalón, y fue en aquello cuando vi fuera de la casa un automóvil con un tipo bajándose y abriendo la reja con dirección hacia nosotros, mientras uno, al parecer uno más joven, mucho más joven, sentado de copiloto tratando de ver con el sol en contra al otro usando su mano de visera. Desesperado, Pepe bigote me tomó con un brazo, como el tentáculo desproporcionado de un pulpo, y me llevó a la pieza en donde se encontraban las hermanas durmiendo una siesta bajo un carnaval de ronquidos. Me lanzó y se devolvió aprisa cerrando la puerta. Reboté en una y fui a dar, en un segundo rebote, en los senos de otra. Me di cuenta que no se percataron de lo que estaba pasando ni de mi llegada desde el cielo. Era niño pero no gil, y tenía bajo mi cuerpo la oportunidad, una gran oportunidad, de acariciar la teta de una mujer. No me importaba si era fea o bella, lampiña o velluda, atea o creyente; la oportunidad estaba y me hubiese pasado de estúpido si no la aprovechaba. Estiré su blusa hacia abajo tratando de tomar con ella su sostén y lanzarme bajo la desesperación de un púber novel a besar toda su gorda y sudada teta. Pero no había para qué hacer aquello: la hermana dormía sin su sostén (quizá no existan sostenes tan grandes), entonces me senté en la cima de estómago, me arrodillé y contemplé dos enormes botones hinchados que sobrepasaban la firmeza de su blusa ¿pezones, tío? No me respondió. Frenó la citro y bajó nuevamente. Sin darme cuenta la gorda ya casi me había hecho blanquear los pantalones. Pues tenía que bajar mi verga, no vaya a hacer que mi tío cuando se devuelva y suba me vea los pantalones y de pasada mi bulto con un tamaño fuera de lo común. Comencé a pensar en cosas que no estuvieran relacionadas con el sexo, empecé a perder la vista hacia fuera, hacia donde estaba mi tío. Éste conversaba con dos mujeres muy guapas, y como a mi tío no le faltaban bromas, las mujeres sonreían y dejaban ver aún más sus bellezas. Un par de segundos después subió mi tío con las mujeres a la citro. Desde el arranque pasaron un par de minutos sin que ninguno de los cuatro hablara, pero no lo encontraba para nada malo; me hubiese incomodado demasiado que continuara contando la historia con la poética con que lo estaba haciendo estando las dos mujeres presente. Entre medio del silencio me moría de ganas de entablar algún tipo de diálogo con alguna de las dos. Sentía el perfume que traían, podía imaginarme sus labios pintados de rojo y una suave capa de polvo en sus rostros. Las ganas eran mayores y sentía que debía hacerlo, era mi oportunidad y no podía dejarla pasar (me imaginaba horas después contándoles a mis amigos que estuve con dos mujeres en un pequeño auto observándoles sus magnas bellezas). Sentía como hablaban detrás de mí unas pequeñas voces, susurros de menta, de sensualidad, susurros de vida y de muerte desesperad, susurros que me clavaban el cuello y la entrepierna. Hablarles o despreciar la vida. Moví los labios pero fue la voz de mi tío la que escuché. Ninguna de estas dos chicas tienen pezones como los de la hermana, te lo aseguro, si apenas cabía uno en mi boca. Después de un rato de sentirme como un bebé, tenía una verga de miedo que debía sacar e introducírsela en la boca; ya no me importaba si despertaban las tres, yo sólo quería mojar con saliva esta cosa (se tocó las bolas y a esa altura ya dudaba de la pulcritud de las mujeres). En el momento que acariciaba su boca intentándola abrir, afirmándome la polera con las dos manos, sentí cerrar fuertemente una puerta y al segundo el rugir de un motor. Enseguida recordé que también existía pepe bigote y decidí dejar de lado lo que estaba haciendo e irme lo más rápido de la casa ahorrándome cualquier represalia. Mientras salía sin meter ruido alguno, observé ligeramente que pepe bigote estaba concentrado mirando hacia fuera desde la ventana, por lo que salí saltándome el muro del patio ¿Pero por qué mi tío había subido a estas dos mujeres? ¿Eran realmente putas? ¿Engañaba a mi tía pagando por sexo? Creo que pasaron por lo menos una semana para volver a ver a pepe bigote. Iba caminando y se me cruzó. Alcé la cara y lo saludé intentando decir que ese día nada había pasado, que a las gordas nada les había ocurrido, pero no e reconoció, sólo me miró e hizo un gesto de amabilidad. Pepe bigote, soy el del otro día ¿te acuerdas? ¿cómo están tus hermanas? Se detuvo, sacó de su enrome chaqueta de cuero una cajetilla y de esta un cigarrillo, lo puso en su boca y me dijo sin gesticular ningún músculo facial si me gustaría ir nuevamente. No lo pensé dos veces. Perdón, interrumpió inesperadamente una de las mujeres, a la izquierda, frente al portón blanco, sí, en la casa roja. No aguanté y miré las nalgas apretadas de las mujeres cuando pasaban por el asiento de mi tío hacia el exterior: rojos y blancos; corazones y transparencias. Cuando mi tío se estaba bajando del auto para salir junto a las mujeres, me alcanzó a decir que no dejó de venir por lo menos hasta que cumplió dieciocho.
No me podía quedar en esta ocasión dentro de la citro, pero primero quise asegurarme a qué lugar habíamos llegado, a si es que empecé a mirar y como el sol estaba un poco fuerte me ayudé con la mano. Nada raro. Bajé y lo acompañé. Ya adentro, mi tío se detuvo y las mujeres le dijeron que esperara, que verían si lo puede ver, a lo que mi tío respondió con una sonrisa de confortabilidad okey.
El interior de la casa era un bombardeo de colores silvestres. Todo daba la impresión de comodidad; sus alfombras tapizaban casi todo lo que uno veía. Las cortinas, el suelo, los candelabros (judíos si no me equivoco), lámparas y hasta una gruesa capa de humo se alineaban para dar paso a una armonía que desde el primer paso dentro me hizo sentir un frecuente visitante de aquel hogar. Me adentré a lo que a primera sensación era desconocido para mí. Avancé por un pasillo que me llevó a una sala de estar en donde se encontraba una persona sentada en una silla de ruedas al lado de una ventana con vista a la calle. Me daba la espalda pero se notaba su contextura un poco excesiva; sobrepasaba los límites de la silla de ruedas fácilmente. Me quedé parado en la entrada de la sala mientras mi tío se acercaba al sujeto. Se detuvo a su lado y le habló al oído por un momento breve. Pasó un momento en que no se dijo nada en la sala; y la soledad pasó a reinar junto con la comodidad. Mientras tanto empecé a observar las fotografías puestas en cada una de las paredes las paredes que rodeaban a mi tío. Había una en donde deduje aparecía el tipo de la silla, pero sin esta, sentado con un perro bastante grande a su lado; el gordo se veía feliz. Otra estaba un poco deteriorada, pero aún así se alcanzaba a notar tres grandes manchas negras, de las cuales no quiero levantar comentario alguno. Pero una, una foto fue la que me dejó en el abismo del misterio; era una foto normal si no hubiese sido por el trozo que le faltaba. La toma fue desde la casa que está allá en frente ¿la ves por la ventana? Ve; asómate, fue lo que me dijo mi tío sorprendiéndome mirando la fotografía cavilosamente. Fui hacia donde me decía, deteniéndome justo en el lugar donde había estado hace un momento el gordo ensillado. Con olor a viejo y a sudor en ese metro cuadrado, eché un vistazo hacia donde estaba nuestra citroneta en la calle. Raúl me la tomó desde ese lugar, justo donde está la citro, me dijo bajando el tono de su voz, fue el día cuando me largué a trabajar para al norte por 40 años. Tres días después de mi desaparición, sus hermanas murieron; yo sabía el desenlace, casi no tuvo fuerza para soltar esas palabras. Supongo que eso explica la rabia que llevó a Raúl, el buen hombre Raúl, para llegar a sacarme de esa foto. Pero tío ¿no hubiese sido mejor no poner la foto? Raúl es de aquellos que piensa que olvidar es la debilidad más grande que pueda tener el hombre; el camino más difícil es cerrar, pero no sellar, ¿me entiendes? ¿Me entiendes?, esa palabra me resonó por unos segundos un millón de veces, pero no pensaba en ella, sino que pensaba en lo que mis ojos miraban: los espacios vacíos no existen.
Esperamos, sentados en el sillón, uno al lado del otro. Mi tío sabía que algo me pasaba; yo sabía que me miraba de vez en cuando en mi silencio. Necesitaba esperar al anciano obeso para ¿descubrir algo? No lo sé, pero necesitaba verlo. Una hora después, no aparecía todavía y mi tío (no sé si para romper el silencio que nos merodeaba y que, sin lugar a dudas, lo estaba poniendo nervioso) me dijo en donde habíamos quedado, pero yo, sinceramente, no me acordaba de nada. Le pregunté: ¿de qué murieron? Pero nunca me respondió. Una hora más después, nos largábamos de la casa aburridos de esperar al anciano. Mientras nos dábamos la vuelta, mi tío me dijo apuntando con el dedo hacia la ventana, mira. Bajé el vidrio. El rostro del anciano se podía ver claramente: pena, gordura y vejez auspiciaban la que se mostraba casi segura como la muerte. Poco a poco nos fuimos alejando y poco a poco el sol fue blanqueando el rostro del anciano hasta desaparecerlo de mi vista. Al doblar en la esquina, fugazmente vi y a mi tío riendo y entrando a la casa una y otra vez junto conmigo. Miré a mi tío y me dijo, no distinguiendo pregunta de afirmación: puedes llenarlos.

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