viernes, 13 de noviembre de 2009

Machos del Perdón

En el día de su cumpleaños, Víctor es tomado por la espalda y el cabello y cubierto con una bolsa de género. Sin pronunciar ninguna palabra lo tumban hacia a atrás y es sacado fuera de la comodidad que le fue bruscamente interrumpida. Como si no hubiera tiempo que perder, Víctor recordó el día viernes de su otro cumpleaños, año 1978, año de de sus 12. Algunos desarmaban las cosas de la mesa, algunos juntaban los restos de chocolate de las tazas y un par sacaban los globos que nadie se había llevado y que aún seguían pegados al techo. Él estaba en su pieza abriendo el único regalo que entre toda la familia le habían obsequiado: una pelota de cuero, de cascos blancos y negros. En ese mismo momento fue cuando toda la familia dirigió la atención hacia un ruido que provocaba algo desconocido en la calle, fuerte como el resonar del mar inquieto y breve como la cresta de sus olas; pero la realidad no era ni tan natural ni tan literaria, era más bien de acero, hombres de carne manejando acero. ¡Los milicos! Gritó la abuela huyendo hacia dentro de la casa. Víctor al rato fue tomado por su padre de la mano y llevado al patio en donde la madre y el resto ya estaba. Los cuatro, la familia completa, los que celebraban hace pocos minutos un cumpleaños, se encontraban en el patio cagados de miedo, mirándose uno al otro y esperando que nada malo se llegase a desenvolver en sus vidas. Enseguida la puerta del patio se abrió bruscamente, con escándalo y con la intención de incrementar el miedo. Era la desgracia y el pavor ocultándose en un montón de militares jóvenes dispuestos a acatar las órdenes de los superiores. Con M16 golpearon al padre obligándolo a meterse dentro de la casa. Su madre gritaba buscando respuestas, las interrogaciones sobraban. Afirmaban una y otra vez que ellos no tenían opinión alguna sobre lo que pasaba en Chile, nunca había tenido postura y que circulaban apolíticamente desde la caída de de Allende. Así se defendían (como muchas familias de todos los tiempos), quizás por la sabiduría de prevenir momentos como ése, quizás por miedo, quizás por cobardía o quizás por una amaricona que les podía salvar el culo. Víctor tuvo un par de miradas correspondidas con un milico en particular. Para cada uno de ellos, el otro era simplemente un desconocido. Después de varios minutos, los militares que amenazaban a Víctor, a la madre de Víctor y a la abuela de Víctor, recibieron órdenes de salir de la casa y marcharse. Pero Víctor no vio regresar a su padre. La sospecha comenzó como un cáncer a formarse, y cuando escuchó gritar a su madre el nombre del marido, el padre, supo que en ese momento había pasado algo, ya estaba seguro de ello, y como si algo lo bofeteara y lo concentrara fríamente en ese momento, decidió mirar los rostros de los militares, uno por uno, tan lentamente como el tiempo se lo permitía. Su intensión era recordarlos y memorizarlos para futuro (Víctor al día siguientes los olvidó). Y así fue que todo lo que estaba recordando de ese lejano día de su cumpleaños le dio mala pinta, llevándolo a suponer que ese apretón desprevenido por la espalda no era en vano, ni mucho menos en broma, además Víctor mantenía una incertidumbre de no saber si se trataba de una, dos, tres o más personas (por lo menos esa vez sabía cuantos militares fueron, o por lo menos tenía un recuerdo). Pero Víctor no tuvo tiempo para incertidumbre. Lo llevaron rápidamente hacia la calle y lo subieron hacia un auto, de la misma manera que a su padre lo subieron aquel día, mientras él y su familia entraban del patio hacia la casa viendo y asombrándose del desorden, de sus cuadros de pequeños burgueses rotos y de sus sillones rajados que botaban el algodón interno como si de espuma se tratase. Quién es, quiénes son, preguntaba atónito Víctor, aún sin percatarse que no existía más de una persona, ni mucho menos una persona desconocida. Con una voz que Víctor reconoció como fingida, disfrazada seguramente con un pañuelo, el sujeto le dijo que se callase y que hiciera caso, tirándolo enseguida a la parte de atrás de un vehículo.
Los ojos vendado, la brusquedad y el vehículo mismo (o lo que podía sentir como vehículo), hacía a Víctor recordarse como aquel niño que lloraba a su padre desaparecido, era una reminiscencia que habría los puntos de la piel y del pasado. Muerto el valor y sin saber que su captor era el propio Sergio, su Sergio, lo recordó. Ya habían pasado cuatro años de la desaparición de su padre y su familia era una acérrima opositora de Pinochet, pero siempre en silencio, como el peor de los odios, pues no se arriesgarían a perder a otro, ni mucho menos a Víctor, que en ese momento ya era el hombre de la casa. La plata del hogar la traía Víctor. Era un aprendiz de peluquero desde hacía un par de meses, no por la necesidad, sino por la atracción que sintió hacia su maestro, un hombre que lo envolvió en el amor con la madurez de un cincuentón. Le enseñó los más delicados cortes de navaja, la temperatura perfecta de la toalla caliente, los movimientos de tijera y, entre todo lo del oficio, a amar, ha hacer el amor, a romperle el culo y a sudar como cerdo en la peluquería después del cierre de las cortinas. Le pagaba más de lo normal, y eso fue un error. Víctor era joven, tenía la energía de un toro y eso volvía loco a su maestro que todos los días quedaba rendido, botado en el suelo de su propio local, con el fornicado hoyo al aire. Eran días en que Víctor era muy bien recompensado. A veces era pagado con el triple de lo correspondido, incluso en los días que Víctor tenía verdadero interés de penetrar muy fuertemente a su maestro, llegaba a llevarse todo el ingreso del día. Un jefe bien satisfecho, un empleado muy bien compensado, pensaba Víctor. Un día, mientras él ya era peluquero oficial, entró a la peluquería un tipo que hizo a Víctor enloquecer en imaginaciones, pensándose en la cama junto a él, con ese cabello largo, que pronto sería cortado por sus manos, tapándose su fino y esbelto cuerpo de peluquero; Víctor ya se transformaba con pensamientos ardientes en la Venus de Botticelli, en su Venus de Botticelli. Se apresuró a sacudir el pelo cortado sobre el asiento de la clientela, agarró la chaqueta de cuero del tipo y la colgó. Bien corto, le dijo. Un poco más largo arriba, agregó. Asintiendo con la cabeza, Víctor comenzó a lucirse con el mejor corte de pelo que haya hecho. La forma de mover la muñeca parecía de un veterano, pero las miradas que le dirigía a través del espejo a aquel tipo, mostraban su edad precoz y fogosa. El que era su maestro y su amante, lo miraba sorprendido, pero a la vez rebosado en celo de cómo miraba al cliente, de cómo se mojaba por él. Víctor no se cansó de mirarle la polera apretada que dejaba dos preponderantes pectorales a la visión de cualquiera que estuviese en ese momento en la peluquería, buscando a la vez la correspondencia de esos ojos claros con los suyos. Y luego de las tantas miradas que urgía fueran correspondidas, el tipo levantó la cabeza y, mirando hacia el espejo, hacia ese mismo lugar que refleja la realidad y que une las miradas, le sonrió. Víctor recordaba la vergüenza que le causó aquel momento, como a ese nerviosismo que le produjo a continuación y que hizo de su corte de cabello la calamidad más grande, lejos del privilegio que tenía pensado hacer. ¿Por qué esa vergüenza y esa culpa? le dijo, si esto se puede arreglar en un minuto; sólo pásame la navaja y rápame al cero ¿okey? Y Víctor sólo asentía. No se dirigieron más palabras esa vez, y desde el momento que salió por la puerta.
El automóvil comenzó a moverse, sentía como la seguridad estaba desapareciendo junto con el día de su cumpleaños y empezó a gritar y a patalear. Qué pasó, le dijo esa misma falsa voz, ¿es que recién te vienes a dar cuenta de que esto es enserio? Y soltando una risa agregó: las personas no pueden escucharte desde a fuera, lo debiste haber pensado antes, escandalizarte antes, ahora sólo te queda pensar que te queda poco, Víctor. Cómo sabes mi nombre, hijo de puta. No sabes nada de mí. Ni si quieras sabes que pagarás por esto. No sabes quién es mi pareja, conchetumare. Cuando te pille te va a reventar el orto a punta de fierro. Pero el tipo sólo reía, respondiéndole que esto sólo era entre ellos, que no debía meter a huevones que se creyeran superhombres, ni mucho menos superhombres lame bolas como ese marica. Víctor sentía que esto se estaba poniendo mal. Víctor podía percatarse que se estaban alejando del asfalto liso y suave de la ciudad y que cada vez el auto comenzaba a forzarse y a acelerarse más. De un lado a otro se golpeaba la cabeza y de un lado a otro machucaba su cuerpo. Recordaba el nombre de su vida, de la persona que amaba hace años y que pensaba amar siempre. Volvió a recordar esos días en que pensaba en el tipo de la chaqueta de cuero, esos días en que le sobraban días en su vida. Con claridad se mostró el día exacto cuando volvió a ver al tipo de chaqueta de cuero, ese que veía constantemente en el rostro de su jefe cada vez que follaban. Entró con el cabello un tanto menos corto que esa primera vez. Vestía jeans y una camisa un tanto informal, llevaba puestos unos jack sobre sus ojos, los que dejó sobre el mesón al sentarse. Estaba él y el jefe disponibles para el corte, pero el dedo índice dio como elegido y ganador a Víctor. Inmediatamente empezado el corte comenzaron a intercambiar palabras y sonrisas y no risas (en pleno coqueteo, esas son para los heterosexuales y no para los gay). Víctor era por lo menos cinco o seis años más joven, aún así no fue impedimento para atreverse e invitarlo a salir por la noche. Claro, no hay problema, ¿me pasas a buscar? Bien, ahí está mi dirección. Se paró, sacudió el resto de pelo que quedaba en su hombro, pagó y se despidió. De lejos Víctor le preguntó su nombre. Sergio, me llamo Sergio. Lindo nombre murmuró Víctor. Eran buenos recuerdos que aliviaban superficialmente el miedo que sentía tirado en el suelo de ese desconocido automóvil. Hola, soy yo, cómo estás, le dijo Víctor muy nervioso frente a la puerta. Eh, bien, gracias, pero quién eres. No supo que responderle, parecía un niño tonto en busca de aventuras anónimas. Pues yo, Víctor, el de la peluquería. Si tonto, si lo sé; te jugaba una broma. Salieron ocultamente por un par de días antes de besarse. Eran los tiempos que comunistas y maricones tenían algo en común. Por todos los medios periféricos (los oficiales hablaban de fútbol) circulaban noticas de varios gay acorralados por el plomo de los militares. Sabes lo de Marcos Fuentes, le preguntó luego de haber dado su primer real beso. Sergio se guardó su respuesta y ahogó su pasado.
El automóvil frenó estrepitosamente. Víctor podía volver a sentir la curiosidad, la misma que sintió esos meses cuando su relación con Sergio ya era formalizada bajo la verdad de un secreto. Víctor le había contado de su relación de calentura y luego de interés con su jefe, de la vez de su primera vez, de sus fracasos y de la desaparición de su padre por los militares; pero Sergio permanecía en un anonimato presente y no muy bien conocido por Víctor. Nunca habló de su vida antes de l encuentro en la peluquería. De un día para otro la comunicación fue desapareciendo. Cada día Sergio se fue transformando en un ser distante y misterioso, en una persona que seguramente tenía tanto de que contar que no tuvo suficientes palabras para expresarse. Víctor comenzó a pensar que quizás Sergio ya estaba aburrido de la relación y de él especialmente, por lo que se arriesgó y, en un acto de desesperación y de poca ética para el amor, le habló sobre un ambicioso proyecto de vida que involucraba a ambos.
- Bien, pero de dónde sacaremos el capital.
- Recuerda que este culo se esforzó durante un buen periodo de tiempo.
- Bien, pero no sé si será seguro.
- No seas más maricón de lo que eres. Lo tengo planeado hace tiempo.
- Bien, pero ¿y nosotros?
- Pinochet no es eterno. En 15 años más podremos hasta casarnos, adoptar, hacer el amor por las calles.
Víctor guardó siempre en la memoria la risa irónica que dio fin a esa conversación. Sergio aceptó el trato, subió la cara, miró a Víctor en son de agradecimiento, pero aún así no se manifestó más allá de ese cruce de palabras. Los días siguieron igual. Víctor podía sentir un poco de esperanza gracias al proyecto que tenían juntos, sin embargo lo desesperaba la idea futura de que él fuera el que dejara de amar al otro. Dejar de amar no es lo malo, sino pensar que dejarás de amar a quien amas. Esta idea fue el calabozo de sus pensamientos, y cualquier cosa que hiciera para no pensar en ella era inútil, y sabía que después de pensar tanto que una cosa es inútil, se pasa a un nivel donde se piensa que todo es estúpido, y Víctor no quería eso, por lo que se decidió y, antes de arrepentirse y dejar de amar a Sergio estando con él, lo dejó. Fue la mejor decisión que podría haber tomado, pensó Víctor, además alguien que no habla no pide explicaciones. Sin embargo Víctor no duro ni siquiera un mes sin Sergio. Lo fue a buscar y, tras una larga explicación que no necesitó una causante, le pidió perdón por su acto. Y así siguieron juntos, entre el peor enemigo del ruido, entre los encuentros por la noche, entre los secretos de Sergio y entre ese trabajo que Víctor ya odiaba y que gatilló a concretar el proyecto antes de lo esperado. Llegó entonces el día que supuestamente cambiaría para mejor sus vidas: Víctor renunció entre los llantos de su jefe que pedía agritos por lo menos una última follada, por lo menos una última caricia. Los ahorros de Víctor alcanzaban para un par de años de arriendo de alguna habitación que sirviera de privacidad para sus encuentros, para poder gritar sin tener que taparse a la fuerza la boca uno al otro, para poder descansar de toda la mierda del sistema que los identificaba como ratas homosexuales. En esa habitación pasaron juntos días enteros. Conocieron ahí el amor verdadero. Incluso a Víctor ya no le importaba los misterios que podía tener Sergio en su vida; Sergio sonreía de vez en cuando y eso era lo único que le importaba a Víctor. Sergio llegó a vivir por completo en la habitación, pero Víctor aún vivía con el resto de su familia (había prometido, en nombre de su padre, que nunca reconocería frente de su familia su gusto por los hombres). Al pasar los meses, sabía que necesitaban encontrar trabajo para sostener la habitación secreta (tanto para los amigos como para el mismo arrendatario que aún pensaba que eran estudiantes), por lo que los dos buscaron empleo en un negocio de comida rápida quedando aceptados juntos. Vivian casi juntos y trabajaban totalmente juntos; era el paraíso para dos maricones bajo un régimen homofóbico, de corvos y fusiles. Un día (quizás por la felicidad) Sergio le dirigió la palabra (el error) a Víctor. Le contó todo lo que tenía que haberle contado antes, toda esa mierda que lo llevaba a lo más inferior del ser humano. Sergio era el asesino de su padre. Sergio recordaba muy bien ese día de la desaparición. Sergio sabía el lugar exacto donde estaba. Y justo en el momento que Víctor recordaba esos detalles, con la cabeza tapada y con un automóvil que se detenía, el extraño abre la puerta, lo toma del cuerpo y lo levanta. Víctor podía sentir que estaba sobre el hombro del extraño (Sergio) y que era llevado a algún lugar rodeado de la nada, del silencio, del mismo silencio de que fue prisionero Sergio hace años. Después de una volcanada de insultos que el extraño (Sergio) reconocía como productos de la desesperación, Víctor fue bajado y puesto en el suelo, al lado de las osamentas de su padre desaparecido y que Sergio se las mostraba como regalo sorpresa de cumpleaños. Víctor sin darse cuenta al lado de qué (quién) estaba, comenzó a tirar patadas al aire como un ciego emborrachado. Después de cinco minutos nuevamente el silencio lo visitaba y supo que estaba solo, que el tipo extraño (Sergio) ya no estaba. Víctor lloró en vida menos de lo que lloró en ese instante. Y nuevamente veía en la distancia los recuerdos de Sergio, esos largos años que pasaron separados por el asesinato de su padre. Veía el rostro de Sergio, años después, pidiéndole perdón y una misericordiosa segunda oportunidad; volvía a sentir aquellas horas de explicaciones acumuladas durante todo lo que había durado de relación. Pero luego se sobreponía el orgullo desgastado y llegaba el perdón hecho un beso y una caricia. Víctor había perdonado a Sergio y el amor fue duro y sentimental, la mezcla perfecta que atornillaba sus cuerpos a las sábanas humedecidas por la compasión. Y de ahí en adelante eran recuerdos fuera de la peculiaridad que les había tocado vivir, hasta ese momento en que Víctor solitariamente yacía sobre el suelo llorando, pero en retroceso.

domingo, 18 de octubre de 2009

En Busca de la Calentura Perdida

El día 19 de agosto supe el secreto de mi amiga: le gustaban los niños. No sé por qué me lo dijo ni por qué de esa atracción. No soy quién para juzgarla. Claro, fue un secreto que me impactó, ella tiene treinta años, es una famosa escritora de cuentos infantiles, atractiva para cualquier hombre y para cualquier mujer, incluyéndome a mí. Me dijo que siempre había sentido esto, desde pequeña, de unos tres años, cuando ya sabía que el hombre se diferencia de la mujer por el hecho de que éste tiene pene y la mujer no. Me contó que ella creía que su atracción sexual se había quedado estancada, que el paso del tiempo había sido para ella y no para los gustos de su vagina. Me contó que todo su mundo gira alrededor de ellos, ayer, hoy y mañana, que ellos son la matriz de todas sus acciones y deseos, los claros y los ocultos, aquellos que tenía que disfrazar bajo la actuación y aquellos que liberaba a solas con ellos. Sus estudios de educación parvularia tuvieron un fin muy lejano a la vocación de enseñar letras, números, canciones, pero que, sin embargo, muy cercanos y pendiente a enseñarles a amar mucho más allá de las caricias maternas, paternas o fraternas de las que estaban acostumbrados. Ella los llamaba sus Lechones, ella los recitaba, ella los entendía, ella los lloraba, ella los deseaba por noches completas, los soñaba y los sufría. Sus tres libros de de cuentos infantiles, “La dura y clara luna”, “¡Papito, abrázame!” y “El picaflor y la copa”, además de sus dos libros de poemas, “Canté, bailé y me cansé” y “Rimas y secretos de los dos”, siempre estuvieron basados poéticamente en ellos. Cada rima y cada narración reflejaban sus encuentros sexuales. Yo no sé mucho de literatura, ni muchos menos de la infantil, pero la forma en como me lo dijo, me hacía pensar que cada trabajo terminado representaba su placer, su eyaculación orgásmica, su todo. Recuerdo años anteriores a su secreto, en las ocasiones cuando me decía que estaba escribiendo un nuevo cuento o un nuevo poema, su rostro dejaba al descubierto el fantasma detrás de la máscara, conjugando la naturaleza del orgullo con la de penurias sulfuradas que con uñas desesperan y ansían el escapar del sarcófago moral cavado por la sociedad, pero claro, no sabía que tipo de fantasma era el que salía. Es cierto, en esos tiempos, cuando no sabía nada de ella, mis reacciones eran muy distintas; simplemente no sabía nada. Ese día 19 no supe como reaccionar. Ella era una mujer de arte y yo la simple amiga de una mujer de arte. Siempre temí a la ignorancia, pero nunca hice nada para vencerla, por lo que mi reacción sólo fue un “te comprendo”, bajo ese imperio de ignorancia que me hacía pensar que los tipos de personas como ella, podían ver mucho más allá, sea el ámbito que sea. Se me venían a la cabeza unas de las tantas frases que ella siempre repetía y que no las recordaba en su concretidad, sino sólo en su presencia. Ese 19 tuve que aprender a guardar secretos. Sabía que muchas veces no funciona solo tener el intento, pero tenía sobre mí el peso de la conciencia, y por suerte estaba de nuestro lado. En mis manos tenía su futuro, el venir de la chica más bella que haya visto y que gracias a Dios era mi amiga, esa mujer que bajo esos ojos miel sobrepuestos en la llanura de su rostro moreno ocultaba un secreto que ahora sólo yo y ella sabíamos. Quise tomar un cigarrillo, quizás simbolizando el sello de nuestro pacto, cuando me tomó la mano y dijo que yo era a partir de ese momento su confianza y su otredad. Júramelo, me dijo. Te lo juro le dije. Júramelo, me repitió. Y yo le repetí, te lo juro.
A partir de ese día, fuimos inseparables. Ella se unió a mí como la mejor de las amigas y yo me uní a ella como la amiga que busca algo más que ser la receptora de todos sus secretos; mis intensiones eran claras, por lo menos para mí. Siempre había estado enamorada de ella y loca por ella, pero este amor no salía a flote (y nunca pensé que saldría), y desde ese día podía cruzarse en mi búsqueda de la felicidad cualquier cosa, incluso la sociedad, y no habría razón alguna para dejarla de amar ni mucho menos seguir viéndola como una amiga. Nuestros encuentros siempre se hacían después de su horario de trabajo, a eso de las cinco de la tarde. Sin embargo ella no sabía que para mí no empezaba a esa hora, sino mucho antes, en un horario intermitente, cuando ella salía al recreo con sus niños, de 9:30 a 9:45 am, de 11:15 a 11:30 am y luego a la una de la tarde, a la salida, ese lapsus breve cuando ella salía a despedirse y a entregar (envidiosa, lo más seguro) a los Lechones a sus madres. Eran momentos apoteósicos, donde mi voyerismo, desde lejos y escondida detrás de un árbol, hervía mi sangre por ella. De ahí en adelante ella se encerraba en su oficina a escribir hasta completar su horario y salir con dirección a mi casa. Ahí charlábamos de los niños, de sus cuerpos, de sus primeros instintos sexuales, de los suaves besos que le daban al saludar y al despedirse. A mí me gustaba ella, no los niños, aún así me encantaba excitarme en silencio al escuchar el arte erótico que surgía de su voz al hablar de ellos. A mí me gustaba su motivada sensualidad y su dramatismo intelectual de cómo abordaba su sexualidad. Las conversaciones eran extendidas. Ella me leía, yo le leía, ella me escribía y yo le seguía leyendo. Yo le servía de todo, té, galletas, etc., y otras veces, por lo general los viernes, bebíamos algún destilado que le gustara, acompañándolo siempre de algún picadillo. A ella le parecía increíble que tuviera de todo, mientras yo pensaba si supieras que todo ya estaba listo para ti, pero diciéndole que todas las tardes iba de compras, esquivando mi real respuesta, mi amor. En ocasiones íbamos a su casa y eso sí era un privilegio para mí. Me mostraba sus muñecas que guardaba de pequeña, algunos de sus libros favoritos, en ocasiones también veíamos las películas que la habían echo llorar una y otra vez. Ella me mostró sus secretos de vida. Un día me dijo que la acompañara a su habitación. De bajo de su cochón sacó un álbum de fotografía. Le dije qué era eso, a lo que respondió, susurrándome cerca, muy cerca de mi oreja, penetrando toda su calidez en mí, que eran las fotografías de los niños que habían sido sus amantes. Abrió el álbum, eran pocas las páginas, por lo que me imaginé habían sido pocos sus amantes. Exacto, eran cinco, y enseguida los conecté con sus cinco libros. Y claro, cada libro había sido escrito a partir de la experiencia, del su follaje con cada uno de esos niños. Los empezó a nombrar uno por uno. Recuerdo que el mayor, en el momento del sexo, tenía 4 años, mientras que el mayor tenía 7. La mayoría eran morenos, ojos cafés y el pelo rapado, el prototipo de niño de jardines de la JUNJI. No voy a negar que al ver sus caras y al escucharle relatar cómo se había comportado en la cama, tenía envidia de esos niños: quería ser uno de ellos, añoraba estar en ese álbum. Me imaginé como en las fotos familiares de mi infancia, con la cara redonda adornada con una cola de caballo, y ella relatando mi cuerpo de infante como si fuera el mejor que haya probado, hablando de mis nalgas pequeñas de algodón, hablando de ser ella yo y yo ella, fundidos bajo las sábanas de la alcoba de mi madre o cualquier otro mayor. No lo negaré. Pero la excitación que empecé a sentir en ese momento no fue suficiente para desviarme del nerviosismo que causó su pregunta: Ya sabes mi mayor secreto, ahora cuéntame el tuyo. Una volcanada de calor descendió por todo mi cuerpo, y era tan explícita que el frío comenzaba a vaciar enseguida los altos grados de mi pasión. Yo ya enloquecía por amor a ella, yo guardaba sus secretos, ella se había transformado en mi secreto. Comenzaba a querer vaciarse la confianza, pensaba que si somos amigas, si ella quiere mi amistad y yo algo más allá, por qué no decirle, si ya me había contado hasta su condena. Le conté que siempre había estado enamorada de ella y que desde los últimos tiempos desde que surgió de ella su secreto y se adentró en mí sexo, éste estaba siendo casi incontrolable. Esperé algunas palabras de respuesta, pero sólo continuó mirando su álbum. Ahí fue el momento de reaccionar, me paré y le comencé a hablar de mi historia, la cual era la historia de ella también, le dije como ella me había empezado a gustar, a amar y luego a excitarme o más bien a calentarme, porque si hay que conceptualizar pasionalmente esta relación, esa palabra debería ser Calentura. Quizás mi amor ya era calentura y no amor. Pero eso no lo sabía y ahora tampoco lo sé. No me importaba otra cosa en ese momento que solo contarle lo que sentía por ella. Luego un silencio. Luego un nerviosismo. Luego ella se paró y con la voz más baja me dijo que me fuera. Cayeron lágrimas sobre su alfombra y me fui. No tengo la certeza, pero pasaron semanas sin saber de ella. Gracias a Dios mi sufrimiento y mi vergüenza que provocó dicha declaración, fue encubierta por la llegada de mi madre y mi hermano menor a la casa por un par de meses. Se acercaba mi cumpleaños y ellos solapaban las ganas de que ella estuviera aquí. La presencia de mi familia era el regreso de los valores que de pequeña me habían contextualizado en el mundo y en la sociedad. Con ellos acá, el amor hacia esa mujer fue transformándose en la evolución de la persona, de la hija y de la hermana, de mi sexo y de mi calentura. A ratos me quedaba mirando a mi hermano menor, me decía a mí misma que a sus ocho años el podía estar siendo tentado por las suaves y tostadas manos de ella y que su pequeño pene podía estar siendo movido por esos largos dedos. Cerraba los ojos y gritaba a mi conciencia.
El día de mi cumpleaños había un par de amigos, mi madre y mi hermano. Cuando cantaban todos mi nombre y coreaban que mis años los cumpliera felices, sonó la música del celular, el timbre de los mensajes de textos. “Feliz cumpleaños. Me gustas” apareció en la pantalla, seguido de su nombre. Sin darme cuenta grité su nombre y todos callaron y explosionaron de la risa. Me preguntaron que por qué me cambiaba el nombre, miré a todos y reí, reí para disimular, pero mucho más por el mensaje. Cantaron nuevamente y todo fue normal. Esa noche en mi cama pensaba una y otra vez me gustas, le gusto, me gustas, le gusto, me gustas, le gusto, y así casi toda la noche. Al día siguiente fui al encuentro, o a crear un encuentro, crucé calles, personas y amigos, sin pensar en ellos, solo en ella. Golpeé su puerta y me abrió. Nos sentamos en el sillón y le dije que había recibo su mensaje. ¿Y te gustó? me dijo arqueando sus preciosas cejas directamente hacia mis ojos. Sí, le respondí. Enseguida tomó mi mano y llegamos a su cuarto, como aquella vez que nos separamos. Lo que separa une, dicen. Me sentó en su cama. Con una voz muy salida de sus rojos y marcado labios empezó a leerme su cuento favorito. Podía sentir mis pezones en idas de petrificarse. Enseguida lentamente desabrochó mi camisa blanca y posteriormente mi sostén. Estábamos las dos sin la mayor intención de ir a la vergüenza. Pasó su fina lengua alrededor de mi pezón izquierdo y paró. Me dijo mírame, tomo mi mentón y espolvoreo un poco de polo rojo en mis mejillas, y al terminar succionó mi lengua en su boca. Yo no aguantaba más, mi familia estaba en segundo plano y sentía que se podía ir a la misma mierda junto con sus recuerdos y sus valores. Ponte esto, me dijo. Al ponérmelo, me di cuenta que era un bestón de jardín no tan adecuado a mi cuerpo y veía como mis senos casi no se notaban por la presión. Luego tomó mi entrepierna, bajó mis jeans y hundió dos dedos en mi gruesa vagina que lloraba de esa palabra antes mencionada: calentura. Y ahora esto, pero no te subas el cierre, me dijo y me lanzó un pantalón oscuro. A través del cierre abierto, ella seguía hundiéndome sus dedos, pero ya no dos, sino tres. Yo tomaba su cabeza y la sacudía. Saqué su polera y admiré su barnizada piel, sus apolíneos pechos que se mezclaban con el verde de sus ojos y las duras caderas que sobresalían en caída desde su cintura. Cuando ya la cima no podía estar más lejos que la sima y apunto de desbordarse sobre su cuerpo, ella tomó un máquina y rapó mi cabello, conmigo frente de ella y yo sin poder hacer nada gracias a los calambres vaginales que movían como sismo mis caderas. Cuando terminé, sentí que ella se fue en orgasmos múltiples fuera de de este mundo, fuera de la sociedad, fuera del sexo caprichoso impuesto por unos misérrimos valores familiares. Nos quedamos recostadas varios minutos sobre su cama, yo soñando y ella no lo sé. Supe en ese momento que no era involución, sino evolución.
Los primeros días yo la visitaba y hacíamos el amor (en realidad sexo. Nunca me dijo te amo). Lo hacíamos rico, lo hacíamos suave, lo hacíamos sin prejuicio, lo hacíamos diario, por horas y horas. A veces ella era la profesora, a veces yo su alumno, a veces ella la madre, a veces yo el hijo, a veces ella la dueña, a veces yo un niño obediente y sometido. A veces ella acariciaba mi pelo y me llamaba su Lechón. A las semanas, mi pelo había crecido un poco y ella siempre en nuestros encuentros me peinaba hacia atrás con la partidura a un lado. Un día cuando me peinaba, me dijo que empezáramos a ir a mi casa. Me pillo de sorpresa, quizás ella no sabía que aún estaba mi familia, quizás no supo nada de mí en nuestra separación, en fin, lo decidí y le dije que bueno. Como me hubiese gustado ser hombre para decir que tuve cogones, y cogones de niño para ella, porque decir tuve ovarios firmes suena muy a mujer, a mujer madura. Así fue que al día siguiente la presenté a mi madre y a mí hermano. Nos sentamos los cuatro en el living y, claro, ella era mi amiga y no mi amante. Conversamos del trabajo de ella, del mío, de la vida de viuda de mi madre y de la no colegiatura de mi hermano a causa del viaje hasta acá. Mi madre le contaba las razones de su visita tan extendida a mi casa, y ella supo e hizo concordar las fechas, me miró y me dijo ¿por qué no me habías dicho de tu depresión? Su mirada era depredadora y llamadora de atención. Sí, no me gusta molestar a mis amistades con mis problemas, le dije y ella me contestó que no sabía eso de mí. El saber que ella sabía que tuve que llamar a mi madre después de nuestra separación, por un lado me ponía nerviosa por el hecho de la confianza, de no haberle dicho lo que había pasado conmigo, pero a la vez me sentía tranquila y proyectada, ya que ella se daría cuenta que esta persona realmente la amaba y que podía llegar hasta el punto de hacer venir a su familia por el dolor del amor de ella. Enseguida ella cambió de tema y me dijo ¿Por qué nunca me dijiste que tenías un hermano menor? Y antes de contestarle, se acercó a él y acarició su rodilla suave y largamente, de la misma manera que lo hacía conmigo mientras yo estaba disfrazada de colegial. Rápidamente tomé a mi hermano en brazos y le dije que debíamos irnos.
Los días que siguieron sus visitas a mi casa, siempre tenía que encerrar a mi hermano en su habitación, y ella siempre me preguntaba e intentaba llegar a él. Qué pasa contigo, le dije un día, yo te amo, no te das cuenta; el es mi hermano pequeño. Acaso no te vasta conmigo, me haz cortado el cabello, me haz disfrazado, me haz hecho poner un tete en la boca, decirte mamita y jugar con tu vagina como quien juega a las tacitas. Ella me respondió diciéndome que ya sabía de antes de la llegada de mi familia, en especial de mi hermano. No supe qué hacer, mi sexo había sido utilizado, roto, masacrado por el amor y la calentura. Enseguida, con el dolor de mi corazón, le dije que se fuera. No podía creer que ella, el amor, el propósito de mis deseos y de vida, esa mujer intelectual, avanzada para esta sociedad, la mejor escritora de cuentos infantiles, me esté cambiando por mi hermano pequeño. Bajo la pasión, sabía que ella tenía razón, mi hermano tenía un pene pequeño, era varón, un lechón original y no una simple mujer madura que intentaba el juego de imitar. Al día siguiente fui yo misma a sacar los pasajes devuelta para mi madre y mi hermano. Debía sacarlos de mi casa, de mi calentura ahora echa un camino hacia el odio y, principal y definitivamente, de ella. Al llegar a mi casa encontré sobre la mesa de centro el álbum de ella, lo tomé y me observé una fotografía de mi hermano. Corrí hacia la pieza y encontré a mi madre atada a la cama e inconsciente. No me importó más que a mi hermano y corrí a la pieza de mi madre, abrí la puerta y nada, no había nadie, busqué por toda la casa. No tiene sentido, grité y salí hacia su casa. Debía llegar antes de lo que no quería pensar. Nuevamente era una mujer loca corriendo por la calle, y ahora no sólo por el amor, sino por el odio también. Abría la reja, entré por el patio, aceleradamente entré y sobre su mesa de centro había un borrador de unas tres líneas, y fue en ese momento que me di cuenta que todo ya estaba hecho, que mi amor ya estaba roto, y por mi hermano además. Supe que ese era el cuento de dos amantes, uno mi hermano y la otra ella, esa mujer de vida y de sexo. Con valor leí el párrafo final:
“Todos ya sabía que la hermana dragón ya moría a causa del pequeño hermano dragón, y fue por esto que todas esas personas que fueron acusadas por el pueblo de hacer el mal a sus habitantes, fueron en busca del hermano…”
Empecé a caminar por el pasillo, podía sentir el llanto de mi hermano y el quejido reminiscente de ella.
“Al encontrarse con el pequeño hermano dragón, todos le contaron que necesitaban llevárselo al pueblo, ya que su hermana moría a causa de su alejamiento. El dragoncillo pensó: estas son las personas maltratadas por las mismas personas que me exiliaron del pueblo. Entonces quiere decir que ellos están de mi lado, pensó el pequeño dragón.”
Abrí la puerta, ella estaba desnuda y con los ojos vendados y haciendo danzar su cuerpo sobre mi hermano que, recostado de espalda sobre la cama, tenía los pantalones a la rodilla y una lluvia de llanto sobre su rostro que cegaba al silencio. No vi más. Fui con el sufrimiento en mis pies hacia la cocina, saqué un cuchillo, fui a la pieza y lo enterré.
“Lo que no sabía el pequeño hermano dragón, era que esa gente realmente era la responsable de su desgracia. Pobre dragoncillo, fue muerto a palos por los malvados pueblerinos”
Hoy en día, con el odio de mi madre sobre mis hombros, me dedico a buscar por todo el mundo a esa escritora que aún amo con todo el amor y con todo el sexo que existe.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Dr. Stevenson

Así fue como el actor más reconocido y que todos amaban se enamoró y dio muerte a un comandante nostálgico del arte.

Primera escena. (Voz) Así fue como él se enamoró de ella (se abre el telón). Escena final. No pudiste contraer el choro, Conchetumare, mujer de mierda. Y acá atrás me siento ahora para lloran y en el fondo reírme de tu sangre, la puta sangre que en mala hora existió y lo que existe debe morir (mete la mano en su bolsillo y comienza a caminar). Pero en un momento del monólogo mi voz tumbó y millones de bestias patearon mi pecho aplastando mi voz y dejó al público que presenciaba desesperados por buscar el desenlace de la obra, el final, ese que a veces cuesta encontrar cuando estás bajo el poder de la inspiración de una sencilla y blanca puta hoja de cuaderno, con ganas de más. Callé y la gente pensaba que todo estaba planeado, que todo era parte de este espectáculo. Quizás mi vida fuera tan creíble sobre un escenario o quizás mi vida era tan falsa como una obra de arte. Debía continuar, sabía, pero su cara estaba ahí mirándome como todos en esa sala, pero algo decía que él se diferenciaba. Mojaba sus labios expectantes para saborear el comienzo de mi palabra, de mi voz. Y era cierto, su estado de bella atención era por mí. Yo era el que tenía la situación en las manos. Podía hacerlo inclusive hasta marchar del salón por aburrimiento, pero obvio que esa no era me mi intensión. El papel estudiado decía que yo debía acercarme a mi compañera y comerle la garganta mientras la follaba entre la sangre y el semen artificial. Pero se iría del salón por celos, más que más la gente con el traje que usa no comprende qué es arte y qué es realidad, además gente como la suya a matado gente como la mía. Continuaba en silencio. Enseguida dije creo, creo que todos ya me miran con algo de rareza, pero yo sé que mi actuación ha sido excelente, por algo sus caras, por algo sus pestañeos inhóspitos por la catarsis que yo y mi actuación les produce. Seguí actuando al pie del guión. Tu sangre ahora será mi confort ¡y que me castiguen mis amores! Que yo no me arrepiento de haberte amado y de estar odiándote con una verga de las que te gustaban. Yo no me confundiré, soy centrado y sé que eso te gustaba, por eso te lo digo. Me escuchaste, por eso te lo digo ¿No me escuchas? ¿No me escuchas? Y repetí nuevamente en mí, muy dentro, ¿no me escuchas?, estoy acá actuando, ¿no escuchas que el sonido del texto que dirijo al público en general es pata ti solamente? Vi a los auditores prepararse mentalmente para la parte que ellos sabían que venía: el sexo entre sangre y semen artificial. Algunos cruzaron las piernas y los que ya las tenían cruzadas las cambiaron, también escuché toser a un par para bajar la saliva que les producía el cerebro por la atención proyectiva que imaginaban e incluso vi salir a dos niños del salón empujados por sus madres. Yo me preguntaba, esto es arte, esto es sólo una obra de teatro, si yo me follo a esta mujer aquella folladura es falsa, ella es una actriz y yo soy un actor, el mejor de todos y todos me aman. Subí sobre mi compañera y escuché el eco de alguien hablando, allí, ungido en el público, cerca de él. Besé a mi compañera y dirigí la mirada hacia allá. Lo vi con el corazón, su firme barbilla afeitada era rociada con una de sus santas lágrimas que estaban siendo salvaguardadas en un pañuelo roza. Supe algo y sospeché. Miré a su lado, y el asiento estaba vacío, miré hacia la salida y alcancé a presenciar la desaparición del cuerpo de una mujer. Pude sentir el perfume femenino que pasaba por sus ojos emocionados. Los celos me carcomieron la piel y antes que penetrara a mi compañera y mezclara la sangre con el semen artificial, mezclé la sangre con mis lágrimas. Me alejé del público, de la escena, de la obra, de la ficción. Mi velocidad movió con furia el telón y reforzaba su caída. Cinco minutos después, la gente salía sin entender nada. Yo esperaba a mi amado en la puerta con un cuchillo de tras de mí. Me acerqué cuando salía. Comencé a ver varias medallas, vi un par de águilas sobre su pecho, era como un caparazón de orgullo y valor. Frente de mí, me acordé del guión dejado en el olvido. (Se baja del cuerpo después del sexo) Perdóname, pero un engaño así no te lo podía dejar pasar. Ahora soy yo sobre ti, ahora estás tú como perro obedeciéndome con los ojos cerrados. Maldice a tu madre por haberte parido, bendice a tu madre por haber sido prostituta, razón por la cual naciste y te condenaste a estar bajo mi cuchillo (saca el cuchillo de su bolsillo y pasa el filo lentamente por la garganta). No siento placer alguno, por si lo quieres saber. Yo te amo, pero debía hacerlo. No pediré perdón ni me suicidaré. Así es el amor. Así es el amor, así es el amor, le dije, pero él no entendía nada. Sabía que yo era el actor, el creador de mentiras que gente estúpida acepta al punto de llorar. No te pediré perdón, le dije, ni me suicidaré. Él seguía sin entender nada. Así es el amor, le dije enterrando mi cuchillo por entre la tercera y cuarta costilla hasta sentir el órgano que él me destrozó. Así es el amor, no hay que sentir, sólo hay que actuar.

viernes, 13 de febrero de 2009

Por favor, cuéntame

Eran las diez de la noche y llevábamos más de dos horas incrustados en la congelante brisa de una noche de verano esperando a Chinoy. Jadranka y yo y ya era como mucho. Son los gustos que se dan los soportables y placenteros artistas Chilenos, pensé. Cerré y abrí los ojos y subía Chinoy al escenario y Nuevamente cerré y abrí los ojos y llevaba casi una hora y media tocando y el deseo que tenía era el de sacarme la clásica foto con él, con el artista de turno, el que la rompe en los pendrives de todos. Sin lugar a dudas era un lujo estar escuchándolo a tres metros. Cerré los ojos y me dediqué a corear en voz alta y explosiva aquellos temas que se transformaban en recuerdos, impulsos y deseos. Apetecía que el momento no terminara, pero que por ningún motivo fuera eterno. Debía ser larguísimo y no inmortal y que pudiera elegir el momento en que callara y bajara del escenario Chinoy. Así, el final se acercaba y todos gritaban otra y todos añoraban ese tema y todos aplaudían de pie el son alentador que daría paso al añorado tema que todos aprovecharían a ojos cerrados, con la catarsis al extremo. Protocolo pensaba yo y miraba de reojo a Jadranka. “No empañemos el agua” empezó a sonar, saqué un cigarro junto con el encendedor y empecé a botar el humo motivadamente rumbo al éxtasis. Al finalizar fuimos a tomar asiento con Jadranka para servirnos algo. Ella un té y yo un café. Acompañamos las aguas con sabor a té y café con chaparritas las cuales en cada mascada emitían raras señales de vapor. Sudaba mi frente. Volví a botar humo. Veía como Jadranka tomaba lentamente su café mientras yo pedía otro café. Al llevar la mitad del tercero detuve la mirada en ella. Qué pasa me dijo. No, nada, le respondí. Entonces, por qué esa mirada, me dijo con una sonrisa dudosamente asustada. Entonces no aguanté más y tuve que decirle mi duda, mi necesidad, mi paridora de nervios y mi asesina de ego sabelotodo: ¿Qué fue lo que hiciste en Croacia? Cuéntame la verdad ¿Cuántos fueron? ¿Qué hombre? ¿Qué mujer? ¿Qué niño? Mientras salía el artista posterior a Chinoy, me respondió prendiendo un cigarrillo rojo camuflado entre en sus labios: Ocho, fueron ocho, ocho y nada más. Me aterré y dije gracias, mi amor, gracias. La cuenta por favor.