viernes, 13 de noviembre de 2009

Machos del Perdón

En el día de su cumpleaños, Víctor es tomado por la espalda y el cabello y cubierto con una bolsa de género. Sin pronunciar ninguna palabra lo tumban hacia a atrás y es sacado fuera de la comodidad que le fue bruscamente interrumpida. Como si no hubiera tiempo que perder, Víctor recordó el día viernes de su otro cumpleaños, año 1978, año de de sus 12. Algunos desarmaban las cosas de la mesa, algunos juntaban los restos de chocolate de las tazas y un par sacaban los globos que nadie se había llevado y que aún seguían pegados al techo. Él estaba en su pieza abriendo el único regalo que entre toda la familia le habían obsequiado: una pelota de cuero, de cascos blancos y negros. En ese mismo momento fue cuando toda la familia dirigió la atención hacia un ruido que provocaba algo desconocido en la calle, fuerte como el resonar del mar inquieto y breve como la cresta de sus olas; pero la realidad no era ni tan natural ni tan literaria, era más bien de acero, hombres de carne manejando acero. ¡Los milicos! Gritó la abuela huyendo hacia dentro de la casa. Víctor al rato fue tomado por su padre de la mano y llevado al patio en donde la madre y el resto ya estaba. Los cuatro, la familia completa, los que celebraban hace pocos minutos un cumpleaños, se encontraban en el patio cagados de miedo, mirándose uno al otro y esperando que nada malo se llegase a desenvolver en sus vidas. Enseguida la puerta del patio se abrió bruscamente, con escándalo y con la intención de incrementar el miedo. Era la desgracia y el pavor ocultándose en un montón de militares jóvenes dispuestos a acatar las órdenes de los superiores. Con M16 golpearon al padre obligándolo a meterse dentro de la casa. Su madre gritaba buscando respuestas, las interrogaciones sobraban. Afirmaban una y otra vez que ellos no tenían opinión alguna sobre lo que pasaba en Chile, nunca había tenido postura y que circulaban apolíticamente desde la caída de de Allende. Así se defendían (como muchas familias de todos los tiempos), quizás por la sabiduría de prevenir momentos como ése, quizás por miedo, quizás por cobardía o quizás por una amaricona que les podía salvar el culo. Víctor tuvo un par de miradas correspondidas con un milico en particular. Para cada uno de ellos, el otro era simplemente un desconocido. Después de varios minutos, los militares que amenazaban a Víctor, a la madre de Víctor y a la abuela de Víctor, recibieron órdenes de salir de la casa y marcharse. Pero Víctor no vio regresar a su padre. La sospecha comenzó como un cáncer a formarse, y cuando escuchó gritar a su madre el nombre del marido, el padre, supo que en ese momento había pasado algo, ya estaba seguro de ello, y como si algo lo bofeteara y lo concentrara fríamente en ese momento, decidió mirar los rostros de los militares, uno por uno, tan lentamente como el tiempo se lo permitía. Su intensión era recordarlos y memorizarlos para futuro (Víctor al día siguientes los olvidó). Y así fue que todo lo que estaba recordando de ese lejano día de su cumpleaños le dio mala pinta, llevándolo a suponer que ese apretón desprevenido por la espalda no era en vano, ni mucho menos en broma, además Víctor mantenía una incertidumbre de no saber si se trataba de una, dos, tres o más personas (por lo menos esa vez sabía cuantos militares fueron, o por lo menos tenía un recuerdo). Pero Víctor no tuvo tiempo para incertidumbre. Lo llevaron rápidamente hacia la calle y lo subieron hacia un auto, de la misma manera que a su padre lo subieron aquel día, mientras él y su familia entraban del patio hacia la casa viendo y asombrándose del desorden, de sus cuadros de pequeños burgueses rotos y de sus sillones rajados que botaban el algodón interno como si de espuma se tratase. Quién es, quiénes son, preguntaba atónito Víctor, aún sin percatarse que no existía más de una persona, ni mucho menos una persona desconocida. Con una voz que Víctor reconoció como fingida, disfrazada seguramente con un pañuelo, el sujeto le dijo que se callase y que hiciera caso, tirándolo enseguida a la parte de atrás de un vehículo.
Los ojos vendado, la brusquedad y el vehículo mismo (o lo que podía sentir como vehículo), hacía a Víctor recordarse como aquel niño que lloraba a su padre desaparecido, era una reminiscencia que habría los puntos de la piel y del pasado. Muerto el valor y sin saber que su captor era el propio Sergio, su Sergio, lo recordó. Ya habían pasado cuatro años de la desaparición de su padre y su familia era una acérrima opositora de Pinochet, pero siempre en silencio, como el peor de los odios, pues no se arriesgarían a perder a otro, ni mucho menos a Víctor, que en ese momento ya era el hombre de la casa. La plata del hogar la traía Víctor. Era un aprendiz de peluquero desde hacía un par de meses, no por la necesidad, sino por la atracción que sintió hacia su maestro, un hombre que lo envolvió en el amor con la madurez de un cincuentón. Le enseñó los más delicados cortes de navaja, la temperatura perfecta de la toalla caliente, los movimientos de tijera y, entre todo lo del oficio, a amar, ha hacer el amor, a romperle el culo y a sudar como cerdo en la peluquería después del cierre de las cortinas. Le pagaba más de lo normal, y eso fue un error. Víctor era joven, tenía la energía de un toro y eso volvía loco a su maestro que todos los días quedaba rendido, botado en el suelo de su propio local, con el fornicado hoyo al aire. Eran días en que Víctor era muy bien recompensado. A veces era pagado con el triple de lo correspondido, incluso en los días que Víctor tenía verdadero interés de penetrar muy fuertemente a su maestro, llegaba a llevarse todo el ingreso del día. Un jefe bien satisfecho, un empleado muy bien compensado, pensaba Víctor. Un día, mientras él ya era peluquero oficial, entró a la peluquería un tipo que hizo a Víctor enloquecer en imaginaciones, pensándose en la cama junto a él, con ese cabello largo, que pronto sería cortado por sus manos, tapándose su fino y esbelto cuerpo de peluquero; Víctor ya se transformaba con pensamientos ardientes en la Venus de Botticelli, en su Venus de Botticelli. Se apresuró a sacudir el pelo cortado sobre el asiento de la clientela, agarró la chaqueta de cuero del tipo y la colgó. Bien corto, le dijo. Un poco más largo arriba, agregó. Asintiendo con la cabeza, Víctor comenzó a lucirse con el mejor corte de pelo que haya hecho. La forma de mover la muñeca parecía de un veterano, pero las miradas que le dirigía a través del espejo a aquel tipo, mostraban su edad precoz y fogosa. El que era su maestro y su amante, lo miraba sorprendido, pero a la vez rebosado en celo de cómo miraba al cliente, de cómo se mojaba por él. Víctor no se cansó de mirarle la polera apretada que dejaba dos preponderantes pectorales a la visión de cualquiera que estuviese en ese momento en la peluquería, buscando a la vez la correspondencia de esos ojos claros con los suyos. Y luego de las tantas miradas que urgía fueran correspondidas, el tipo levantó la cabeza y, mirando hacia el espejo, hacia ese mismo lugar que refleja la realidad y que une las miradas, le sonrió. Víctor recordaba la vergüenza que le causó aquel momento, como a ese nerviosismo que le produjo a continuación y que hizo de su corte de cabello la calamidad más grande, lejos del privilegio que tenía pensado hacer. ¿Por qué esa vergüenza y esa culpa? le dijo, si esto se puede arreglar en un minuto; sólo pásame la navaja y rápame al cero ¿okey? Y Víctor sólo asentía. No se dirigieron más palabras esa vez, y desde el momento que salió por la puerta.
El automóvil comenzó a moverse, sentía como la seguridad estaba desapareciendo junto con el día de su cumpleaños y empezó a gritar y a patalear. Qué pasó, le dijo esa misma falsa voz, ¿es que recién te vienes a dar cuenta de que esto es enserio? Y soltando una risa agregó: las personas no pueden escucharte desde a fuera, lo debiste haber pensado antes, escandalizarte antes, ahora sólo te queda pensar que te queda poco, Víctor. Cómo sabes mi nombre, hijo de puta. No sabes nada de mí. Ni si quieras sabes que pagarás por esto. No sabes quién es mi pareja, conchetumare. Cuando te pille te va a reventar el orto a punta de fierro. Pero el tipo sólo reía, respondiéndole que esto sólo era entre ellos, que no debía meter a huevones que se creyeran superhombres, ni mucho menos superhombres lame bolas como ese marica. Víctor sentía que esto se estaba poniendo mal. Víctor podía percatarse que se estaban alejando del asfalto liso y suave de la ciudad y que cada vez el auto comenzaba a forzarse y a acelerarse más. De un lado a otro se golpeaba la cabeza y de un lado a otro machucaba su cuerpo. Recordaba el nombre de su vida, de la persona que amaba hace años y que pensaba amar siempre. Volvió a recordar esos días en que pensaba en el tipo de la chaqueta de cuero, esos días en que le sobraban días en su vida. Con claridad se mostró el día exacto cuando volvió a ver al tipo de chaqueta de cuero, ese que veía constantemente en el rostro de su jefe cada vez que follaban. Entró con el cabello un tanto menos corto que esa primera vez. Vestía jeans y una camisa un tanto informal, llevaba puestos unos jack sobre sus ojos, los que dejó sobre el mesón al sentarse. Estaba él y el jefe disponibles para el corte, pero el dedo índice dio como elegido y ganador a Víctor. Inmediatamente empezado el corte comenzaron a intercambiar palabras y sonrisas y no risas (en pleno coqueteo, esas son para los heterosexuales y no para los gay). Víctor era por lo menos cinco o seis años más joven, aún así no fue impedimento para atreverse e invitarlo a salir por la noche. Claro, no hay problema, ¿me pasas a buscar? Bien, ahí está mi dirección. Se paró, sacudió el resto de pelo que quedaba en su hombro, pagó y se despidió. De lejos Víctor le preguntó su nombre. Sergio, me llamo Sergio. Lindo nombre murmuró Víctor. Eran buenos recuerdos que aliviaban superficialmente el miedo que sentía tirado en el suelo de ese desconocido automóvil. Hola, soy yo, cómo estás, le dijo Víctor muy nervioso frente a la puerta. Eh, bien, gracias, pero quién eres. No supo que responderle, parecía un niño tonto en busca de aventuras anónimas. Pues yo, Víctor, el de la peluquería. Si tonto, si lo sé; te jugaba una broma. Salieron ocultamente por un par de días antes de besarse. Eran los tiempos que comunistas y maricones tenían algo en común. Por todos los medios periféricos (los oficiales hablaban de fútbol) circulaban noticas de varios gay acorralados por el plomo de los militares. Sabes lo de Marcos Fuentes, le preguntó luego de haber dado su primer real beso. Sergio se guardó su respuesta y ahogó su pasado.
El automóvil frenó estrepitosamente. Víctor podía volver a sentir la curiosidad, la misma que sintió esos meses cuando su relación con Sergio ya era formalizada bajo la verdad de un secreto. Víctor le había contado de su relación de calentura y luego de interés con su jefe, de la vez de su primera vez, de sus fracasos y de la desaparición de su padre por los militares; pero Sergio permanecía en un anonimato presente y no muy bien conocido por Víctor. Nunca habló de su vida antes de l encuentro en la peluquería. De un día para otro la comunicación fue desapareciendo. Cada día Sergio se fue transformando en un ser distante y misterioso, en una persona que seguramente tenía tanto de que contar que no tuvo suficientes palabras para expresarse. Víctor comenzó a pensar que quizás Sergio ya estaba aburrido de la relación y de él especialmente, por lo que se arriesgó y, en un acto de desesperación y de poca ética para el amor, le habló sobre un ambicioso proyecto de vida que involucraba a ambos.
- Bien, pero de dónde sacaremos el capital.
- Recuerda que este culo se esforzó durante un buen periodo de tiempo.
- Bien, pero no sé si será seguro.
- No seas más maricón de lo que eres. Lo tengo planeado hace tiempo.
- Bien, pero ¿y nosotros?
- Pinochet no es eterno. En 15 años más podremos hasta casarnos, adoptar, hacer el amor por las calles.
Víctor guardó siempre en la memoria la risa irónica que dio fin a esa conversación. Sergio aceptó el trato, subió la cara, miró a Víctor en son de agradecimiento, pero aún así no se manifestó más allá de ese cruce de palabras. Los días siguieron igual. Víctor podía sentir un poco de esperanza gracias al proyecto que tenían juntos, sin embargo lo desesperaba la idea futura de que él fuera el que dejara de amar al otro. Dejar de amar no es lo malo, sino pensar que dejarás de amar a quien amas. Esta idea fue el calabozo de sus pensamientos, y cualquier cosa que hiciera para no pensar en ella era inútil, y sabía que después de pensar tanto que una cosa es inútil, se pasa a un nivel donde se piensa que todo es estúpido, y Víctor no quería eso, por lo que se decidió y, antes de arrepentirse y dejar de amar a Sergio estando con él, lo dejó. Fue la mejor decisión que podría haber tomado, pensó Víctor, además alguien que no habla no pide explicaciones. Sin embargo Víctor no duro ni siquiera un mes sin Sergio. Lo fue a buscar y, tras una larga explicación que no necesitó una causante, le pidió perdón por su acto. Y así siguieron juntos, entre el peor enemigo del ruido, entre los encuentros por la noche, entre los secretos de Sergio y entre ese trabajo que Víctor ya odiaba y que gatilló a concretar el proyecto antes de lo esperado. Llegó entonces el día que supuestamente cambiaría para mejor sus vidas: Víctor renunció entre los llantos de su jefe que pedía agritos por lo menos una última follada, por lo menos una última caricia. Los ahorros de Víctor alcanzaban para un par de años de arriendo de alguna habitación que sirviera de privacidad para sus encuentros, para poder gritar sin tener que taparse a la fuerza la boca uno al otro, para poder descansar de toda la mierda del sistema que los identificaba como ratas homosexuales. En esa habitación pasaron juntos días enteros. Conocieron ahí el amor verdadero. Incluso a Víctor ya no le importaba los misterios que podía tener Sergio en su vida; Sergio sonreía de vez en cuando y eso era lo único que le importaba a Víctor. Sergio llegó a vivir por completo en la habitación, pero Víctor aún vivía con el resto de su familia (había prometido, en nombre de su padre, que nunca reconocería frente de su familia su gusto por los hombres). Al pasar los meses, sabía que necesitaban encontrar trabajo para sostener la habitación secreta (tanto para los amigos como para el mismo arrendatario que aún pensaba que eran estudiantes), por lo que los dos buscaron empleo en un negocio de comida rápida quedando aceptados juntos. Vivian casi juntos y trabajaban totalmente juntos; era el paraíso para dos maricones bajo un régimen homofóbico, de corvos y fusiles. Un día (quizás por la felicidad) Sergio le dirigió la palabra (el error) a Víctor. Le contó todo lo que tenía que haberle contado antes, toda esa mierda que lo llevaba a lo más inferior del ser humano. Sergio era el asesino de su padre. Sergio recordaba muy bien ese día de la desaparición. Sergio sabía el lugar exacto donde estaba. Y justo en el momento que Víctor recordaba esos detalles, con la cabeza tapada y con un automóvil que se detenía, el extraño abre la puerta, lo toma del cuerpo y lo levanta. Víctor podía sentir que estaba sobre el hombro del extraño (Sergio) y que era llevado a algún lugar rodeado de la nada, del silencio, del mismo silencio de que fue prisionero Sergio hace años. Después de una volcanada de insultos que el extraño (Sergio) reconocía como productos de la desesperación, Víctor fue bajado y puesto en el suelo, al lado de las osamentas de su padre desaparecido y que Sergio se las mostraba como regalo sorpresa de cumpleaños. Víctor sin darse cuenta al lado de qué (quién) estaba, comenzó a tirar patadas al aire como un ciego emborrachado. Después de cinco minutos nuevamente el silencio lo visitaba y supo que estaba solo, que el tipo extraño (Sergio) ya no estaba. Víctor lloró en vida menos de lo que lloró en ese instante. Y nuevamente veía en la distancia los recuerdos de Sergio, esos largos años que pasaron separados por el asesinato de su padre. Veía el rostro de Sergio, años después, pidiéndole perdón y una misericordiosa segunda oportunidad; volvía a sentir aquellas horas de explicaciones acumuladas durante todo lo que había durado de relación. Pero luego se sobreponía el orgullo desgastado y llegaba el perdón hecho un beso y una caricia. Víctor había perdonado a Sergio y el amor fue duro y sentimental, la mezcla perfecta que atornillaba sus cuerpos a las sábanas humedecidas por la compasión. Y de ahí en adelante eran recuerdos fuera de la peculiaridad que les había tocado vivir, hasta ese momento en que Víctor solitariamente yacía sobre el suelo llorando, pero en retroceso.