sábado, 6 de marzo de 2010

Tesis y Metas

A las tres de la tarde, cuando mi sistema digestivo comenzaba a descansar luego del menú de cinco mil pesos, percaté su belleza y lo idiota que fui por no haberlo hecho antes, como en aquella ocasión con esa fémina llamada Claudita Casanova, robusta y con unos ojos verdes que cada vez que los miraba me recordaban de dónde éramos y cómo nos deberíamos amar. Lo lamentable fue que su madre era mejor mujer en la cama que ella, mejor provocadora auditivamente sobre mi firmeza que a esa edad florecía a cada segundo y a cada insinuación. Y no la aproveché antes; tuve que dejarla luego que su hija nos encontrara sudosos en el mismo lugar donde la crearon. Y era un recuerdo arrepentido, pues podría haber pasado mucho más tiempo disfrutando de esa madurez. Pero se aprende de la experiencia y el paso del tiempo me daba una nueva opción de elegir bien, de actuar bien y conforme con lo que sentía. Esta era la quinta vez que la veía. Si no me equivoco la primera fue hace dos meses, dos largos y destrosantes meses para ella y estoicos para mí. Su beso de encuentro me recordó muchos besos de reencuentros, pero ninguno con ese tono natural de labios que parecían vírgenes de artificios colorantes que sin duda alguna yo sabía a qué se debía. Comenzamos la conversación e inmediatamente me fijé en un pequeño borde de la copa de su rojo sostén intercalado que salía como huyendo de algo represivo desde su blusa. No pude negarme a mirar en su pecho redondo un pequeño lunar que me recordaba mi trabajo y su dolor. Al mismo tiempo un pequeño viento proveniente de su hálito llegaba en mi rostro y con él mi familia, Sofía, las gemelas y el que pronto se les uniría. Un 19 de agosto de 1985 me casé, y como si su nombre fuera intencional, Sofía era la primera licencia de mi grado. Primero nos fuimos a vivir en San Damián, dos años después, en Lo Curro. Creció la familia creció nuestra casa. Pasados los años, y como toda relación matrimonial, nos manteníamos juntos sólo por dos lazos llamados hijos y sexo. Mi especialidad jugó a favor, la conocía y se la conocía. Pero no debía pensar más, seguí mirándole el pecho, el lunar e intermitentemente sus ojos también. Aún así era su cuello rígido el que me llevaba a dejarlo todo por ella, dejar a Sofía, a las gemelas y, quizás, a no conocer nunca al que viene. Ella me hablaba y me decía cosas, su voz salía apretada, quizás por su motivo, quizás por su ajustada ropa de oficinista. Llevaba pantis marrón que cubrían engañosamente sus ejercitadas piernas blancas, su tez era clara como la mía, su apellido Rospigliosi, italiano como el mío, Di Mastroianni. Nuestras familias en algún momento se encontraron y se conocieron en los aniversarios de La Escuola, de ahí nuestras migas y ahí mi colaboración. Hasta el momento ella había estado hablando y yo cavilando de nosotros en silencio, pero llegó el momento de su primer sollozo, decía que tenía miedo de irse, tenía una pequeña de cinco años con síndrome de Down. No supe que decirle, mi situación no era la misma, yo aún tenía a mi mujer para con mis hijas, ella no. Fue su mala suerte de no elegir al hombre indicado y con los mejores genes, pensaba yo. Luego me preguntó qué debía hacer, pero yo no estaba comprometido totalmente, nadie me había enseñado a dar consejos humanos, Enseguida me preguntó qué haría yo en su lugar, pero yo sólo pensaba en estar junto con ella, en esta maldita vida que no nos alcanzó a juntar antes. Miré su lunar y lo vi bañarse de una lágrima que descendió desde el mal gastado rímel de su ojo derecho, la gota corrió por el borde del pecho y llegó a esconderse entre su seno hasta quizás donde yo debería estar cobijado jugando a amar. En silencio le decía deja todo sin miedo y vente conmigo, pues yo lo haré también. Cogí un pañuelo desechable y se lo pasé. Secó sus ojos, respiró y dijo que dejaría todo solucionado antes de irse, las cuentas, las rentas, el seguro para su hija, una familia para su hija. Volví a pensar en Sofía, en las gemelas y en el que viene; volví a mirar el lunar y el precioso borde de su soporte. Todo quedó en silencio por un momento, Su mirada se dirigió a mi escritorio, tomó la foto familiar, la sacada en la Antártica chilena hace dos años, salíamos los cuatro, Sofía feliz por el sexo de la noche anterior y las gemelas agarradas de mí sin sus dientes delanteros. Yo me puse nervioso, saqué el bolígrafo de mi vestón blanco y comencé a jugar sin sentido con él. Ella volvió a respirar, pero esta vez más profundamente y me dijo que estaba lista, que le dijera lo que había venido a escuchar. Nunca es fácil decir esas cosas, la naturaleza es el miedo de nuestra existencia. Yo no quería pensar en su útero ni en el tumor que ya había podrido todo su cuerpo. Quería pensar que nunca había desaparecido su vagina, que seguía siendo la linda mujer que imaginaba. Respiré mi ética, miré mi título y en un segundo ratifiqué hacia dentro de mí, que yo practicaba la oncología ginecológica. Mojé mi boca y le dije, son dos semanas, señora Rospigliosi, son sólo dos semanas.