lunes, 14 de febrero de 2011

UN DÍA A LA VEZ

Estoy viendo la luz, se va despegando de mi rostro. Ya no siento frío, el calor se apodera poco a poco de mi cuerpo, casi como una nostalgia que no recuerdo de dónde viene. Escucho a un tipo de negro glorificándome, sollozos falsos y otros reales, seguro de mi familia, sollozos que duelen de una manera vacía en mi vientre. Me declaran un ser vivo, un ser que puede superar los límites, un ser con esperanza. Enseguida sostengo muchísimas manos, manos cálidas que llevan mi sangre y que sostienen mi vida alejada del retorno. Ahí está mi sobrina, primero ríe junto a mí, pero luego se aleja, se va a un rincón, sin hablarme, no sé si es por miedo a mi apariencia, el choque de su niñez con la vida de los adultos, con sus problemas. Siento otras manos, están por mi cuerpo, las siento frías, no son como las anteriores. Puedo sentir que han devuelto algo de mí. Son manos amigas, las quiero. ¿Pero por qué todos están preocupados? ¿por qué todos lloran nuevamente? Mis ojeras desparecen, mi cabello vuelve, mi rostro cambia. Los vecinos, mis amigos, mi familia, la gente en general, me desea suerte. Y mi novia, ¿dónde está?, ¿quién la ha visto? Ah! Gracias a Dios, ahí está, siempre a mi lado. Les cuento que mi novia ha regresado del sur inesperadamente, ¡una sorpresa! Ella ama las sorpresas. Pero de todas formas la veo extraña, no quiere hablarme, ni mucho menos mirarme. Toco mi rostro, comienzo a sentir como nace la carne sobre él y cómo engorda, casi parezco un bebé. Mi cuerpo se endurece, mi familia me repite muchas veces “todo estará bien; seguirá siendo igual”, mi novia comienza a hablarme (lo sabía) incluso reafirma a cada rato su amor por mí “nunca te dejaré, nunca te dejaré”. Todo es perfecto, a no ser por un pequeño dolor en mi estómago, casi un malestar. En fin. Ahora en casa, mi sobrina juega por el patio, mientras yo, mi novia y la familia completa, charlamos del fututo.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Buscando a Gustav

No hubiese querido nunca despertar, pero ahí estuve, despegando las negras sábanas de su cama de mi mejilla, sin ánimo de nada, incluso de pensar que sería delicioso seguir durmiendo junto a él, en esa cama esponjosa que me hundía hacia su fibroso y esbelto cuerpo onírico. Tenías ganas de café, tenía ganas sentirme una mujer satisfecha, sentarme sobre el balcón y mirar la Rue Pierre et Marie desde un octavo piso parisino y estar anclada al pensamiento de aquellos orgasmos que olvidaban las manchadas copas de vino tiradas en el suelo y que retumbaban de manera perturbante en mi cabeza. Olí mi cabello, el cigarrillo prensaba mi chasquilla hecha con tanta delicadez horas antes de entrar a esta casa que ya sentía como mía, mía en tan sólo una fiesta. No quise mirar hacia atrás, así como aquella mujer miserable que terminó girando apropósito su vista y de paso anclando su vida al mar. Al contrario, yo quería mantener intacta y alejada de la contaminación que tienen los sentidos, la imagen de sus brazos fuertes abrasando mi espalda mientras su firme cadera movía todo mi cuerpo, mi mundo. Observé rápidamente la habitación. Quería mi café matutino. Avancé hacia la sala central, todo estaba sucio y juro que podría haber limpiado todo en un minuto, sólo motivada por aquella conjugada alegría en el placer que tenía. Pero yo no quería a Gustav por tan sólo una noche, lo quería por más tiempo junto a mí, no sólo en el sexo, no sólo con su ronco quejido evaporizando mi oído mientras pasa su gruesa mano por mis senos (¡Mierda! Podía sentir sus engañosos finos labios en mis ya adormecidos pezones) y no sólo en un deshacer de pudores, sino que como pareja, como el francés que toda chilena pensó amar y hacer entrelazar sus vidas y sus culturas en una familia. De mi mano lo quería yo y enseñarle como una latinoamericana ama, enseñarle a dejar el miedo del prejuicio y llegar a sentir su voz diciéndome que era feliz a mi lado. Pero limpiar todo significaba decir que lo amaba desde hace tiempo, y yo jamás busqué aquello, él debía amarme primero, de igual manera que él debía seducirme primero para yo hacerlo enseguida, tal cual había ocurrido por la noche. Querer algo no significa avandonarse, hay algo que debe permanecer, pues si viertes todo en el otro, ese aquel no encontrará amor en una. Cuando el amor va, el amor que espera viene precipitadamente al vacío, auto encontrándose solo. Tomé un cigarrillo que salía como una tentativa lengua desde un paquete de Camel sobre el mueble. Ahí estaba la fotografía. Aparecía Carolina, mi mejor amiga, y Gustav, juntos y besándose sobre un puente en Praga. Carolina llevaba puesto los aretes que le regalé el día que partió a Francia, hacia ya un año. Cómo yo podía saber que su novio iba a raspar mis arterias de la seducción al verlo, expulsando y al mismo tiempo aspirando la sangre que ardía cada vez que él hablaba buscando mis repuestas en un francés mucho mejor que el de Carolina (aún no sé como estando doce largos meses en Paris no haya podido llegar siquiera a un acento de emigrante residente). Miré su foto detenidamente, de ahí miré en mis recuerdos, miré un sonido de llamada sobre mi celular, muchas cifras, extranjero, dije, pensando inmediatamente en ella. Continué mirando todo el largo mueble cargado de recuerdos de viajes y de amigos en los cuales yo no estaba; amigos que ella había hecho en este último año. Seguí recordando a Carolina y sus llamadas telefónicas que insistían en que fuera y en que reviviéramos juntas nuestra historia de amistad chilena; ahora desde otro continente. Sé que es la ciudad que muchos aman, pero hay que atreverse a pasar una temporada en el infierno que es Paris por verano para tomar una decisión rápidamente. De todos modos acepté.
Carolina siempre me había parecido demasiada pegada a mí, era mi amiga y ahí recaía el argumento para no dejarla de lado nunca, para no decirle somos diferente, yo soy independiente incluso hasta de mi misma a veces, mientras tú, mientras tú, mientras tú, y así terminaba todo siempre, sólo en mi cabeza. Recuerdo que siempre me habían gustado sus novios, y cuando digo sus novios hablo de muchos. Carolina tiene belleza natural. A veces sola en mi cuarto, hacía una lista con los diferentes atractivos de Carolina que hacían trastornar a los hombres, y si tengo que reconocer algo, ese algo es que al hacer esa lista, al enumerarlos en jerarquía, siempre fue por un intento de buscar qué cosas imitar de ella. Claro, la lista era difícil siendo Carolina el prototipo. Siempre hacía y desasía aquella lista cobijada sólo en mi cabeza. A veces llegaba a listas que me satisfacían enormemente, y que llevaban a pensar que el instructivo de belleza estaba listo, pero faltaba nada mas estar frente a ella y detenerme en su rostro por un instante, para eliminar todo lo planeado y enviarme nuevamente a su sombra. En mi lista, un día estaban sus dientes delanteros separados delicadamente y que marcaban su sonrisa e hinchaban aquellos labios que podían engrosar por sí solos cualquier palabra salida a través de ellos. Otros días estaban sus ojos, reflejos de los ojos de Gustav; eran el cielo y mar en un permanente observar. Así estaba yo en un constante armar y desarmar de sus cualidades. Sin embargo Carolina carecía de seducción y pecaba de confianza hacia su amiga, hacia mí. Debo reconocer que de la misma manera cuando sentía santo placer al acostarme con sus novios, sentía fuertemente en mí el peso de su linda persona, de su amistad, y me dolía bastante. El peso de mis actos, era el peso de pérdida de sinceridad de las mujeres frente a los hombres.
Tomé el tazón de café y me senté en el sofá. Podía escuchar las risas entre los bailes de a noche, las frases en español mal construidas por los franceses amigos de Gustav que intentaban seducirme y, entre aquellas, la mirada de él que buscaba algo diferente en su vida, no a una Carolina careciente de independencia dando problemas y más problemas en un estado etílico que justificaba de manera absurda por mi llegada a Paris. Sabía que Gustav no quería eso. Conocía a los hombres y, mejor aún, a los hombres de Carolina. Me paré y me dirigí al baño, quería ver evidencias del mal estado de Carolina, quería buscar argumentos que me llevaran a no sentirme la misma perra mujer que en Chile seducía y amaba a los hombres de su amiga. Sin embargo antes de llegar a la puerta, mis recuerdos me habían dejado. Volví al sofá y seguí bebiendo el café. Hice memoria y vino en mí Gustav nuevamente. Podía besarlo en el pensamiento, podía afirmar su espalda que sentí menuda y mojada agitándose sobre mi cuerpo, soltar su cabellera y desordenar su pelo mientras su cabeza bajaba y tocaba con la lengua mi emancipada alma. Dejé el café y comencé a jugar con mis dedos y con los recuerdos, quería mojarme en un precalentamiento que me llevaría de vuelta a la habitación, despertar a Gustav y hacer el amor de una manera simbólica que llevaría a sellar nuestra relación. Todo se oscureció, se encendieron a medias las luces, volvió el humo, volvió la fiesta. A los lados tenía a los franchutes. A lo lejos vi a Gustav levantarse desde su silla e irse enfadado. Carolina desparecía constantemente. La firme carne golpeaba mis muslos y mis gemidos se perdían en otros gemidos. Pasé de la excitación al miedo, a ese abismo de los recuerdos vagos que ocultaban otros orgasmos. Me vi bebiendo y bebiendo, enfurecida por la partida de Gustav. Una nueva y suave carne continuó golpeando mis muslos. Recordé una seducción solapada que buscábame perfectamente desatando los nudos en los cuales sostenía mi cordura. Bajé al miedo. Debía volver a la pieza, buscar a Gustav y refugiarme en su voz, en su pecho, en su protección y escuchar que era él. O quizás necesitaba entrar y justificarme bajo su elección. Sin embargo sé que entré sólo para ratificarme como mujer.
Comencé avanzar. Sobre mi espalda llevaba el peso del sexo de todos los novios de Carolina, y, como paradoja, llevaba en mi cuerpo los orgasmos de ella, como una forma de redención hacia mi culpa. Abrí la puerta, y al mismo tiempo escuché el grito de Gustav que avisaba su regreso a casa. Observé las copas manchadas de vino nuevamente. Al lado de éstos, estaban los aretes que había regalado a Carolina, mi amiga, esa mujer que yacía sobre la cama semicubierta y rociando al aire un redondo pecho pálido sobre las negras sábanas de la cama.

lunes, 10 de mayo de 2010

Magnum

Esto no debería transgredirme mucho tiempo. Pido otro vaso de vino e indiscutiblemente su rostro invade mi tranquilidad y el cariño de mis comensales. No puedo negarme a pensar mi vida hace un mes, regodeando el zaceo de la vida sin la preocupación de los normales, buscando en cada verso la comida, el humo, la mano y el respeto. Ahí los tenía a todos diciéndome buenas tardes mientras la mayoría los pájaros del pueblo volaban entre los árboles llevando mi nombre en sus picos. Mis versos no eran el alimento, yo era el alimento de ellos, pues gracias a mi apetito correspondido los versos vivían aún para cada una de las calles silenciosas de esta localidad. Las lluvias servían sólo para ratificar esa condena de ser el sol de las húmedas plazas, ahí en mi alberge con baño privado donado por la señora María Luisa, que sólo me pedía tres poemas por noches y declamarlos en los momentos más populares, aumentando cada vez más la temperatura del puterío, en risas, amantes e hipos eternos. Algunos visitantes se sorprenden y me preguntan qué hago para vivir de esta manera, yo les respondo que soy la razón, que soy el verbo, que soy el humor y que soy la cultura de todos. Mi voz paraliza la espuma de epilépticos y transforma mis compañeras de terruño en algo más que señoras. Al ser visto, todos miran mi caminar, los ancianos se sacan sus sombreros dejando caer a mis pies sus respetos. Lo bebo todo y pido otro vaso de vino. Comienzo a temer por su presencia, me intento engañar pensando en otra cosa, como aquella vez que arribé desde la capital con un par de bigotes de niño retrasado simulando ser adulto, cargado de sueños y de incertidumbre, soltando y exteriorizando confianza. Los más ancianos recuerdan mi primera timidez que, siendo sincero conmigo mismo, nunca había sido más tácita en mi conciencia. En un comienzo mi nombre sonaba sigilosamente por el pueblo, pero comenzaba a resonar siempre y cuando yo encontraba necesario hacerlo, pues esa era la prueba que tenía para verificar mi importancia en este lugar. Era mi plan. Lo llevé a cabo. Creí lo que creé, sin lugar a dudas lo creí y lo creo aún más cuando veo a esas tres damas del fondo, sentadas y confabulando secretos anónimos e indirectos para mí. Amigo, este está aún más rico que el anterior, vaya preparándome otro, por favor. Lo miro, está en un rincón, la gente se le acerca, los que estaban a mi lado se le acercan.
Un mes bastó para que todo cambiara. Yo era el verbo hecho persona, yo era el santiaguino estrella, yo era el alcalde de las letras del pueblo. Guillermo Kunst es su nombre, su literatura aparenta casi cuarenta, pero en realidad este tipo tiene 25 años, quizás recién esté aprendiendo a beber vino, a fumar y a fornicar como yo. Para mí es un novato dentro de la vida, pero debo aceptarlo como mi par en la poesía y en todo lo que se refiere a la intelectualidad. Dudo de su formación casera; más de un diploma debe tener este mal nacido que llega a ocupar el puesto que siempre estuvo dispuesto para mí (pues yo fui el primero y pienso ser el único, retomar mi poderío, mi autoridad), así me lo hicieron ver y así quiero creer que lo creen todos. Bueno, es increíble saber que un mes basta para quedar desplazado. La gente me seguía queriendo, eso lo sabía, pero el querer no va más allá que el respeto. Este no tiene par, no hay limitaciones para su evolución, es infinito. El cariño es limitado y por ser así, te limita y hace parecerte un perro cuya finalidad se reduce al hambre y al odio. Y yo quiero respeto, que todas estas moscas vuelen a la mierda de mis zapatos y que desde allí miren mis labios y su movimiento al recitar versos que buscan más respeto y aplausos entre los fáciles mujeriegos de la casa de Doña María Luisa. Kunst ahora es todo. En un principio fuimos amigos, le mostré el pueblo, hablé con mi jefa, le dimos alojo, comió y me agradeció. Sin embargo mi amabilidad se fundaba sólo en una cosa: mi ignorancia de pensar que seguía siendo el único. Este muchachito nunca pronunció una palabra de sus intenciones para con este pueblo. Quizás haya sido mi culpa por nunca preguntarle, pero sigo pensando que eso no se hace; no soy tan parecidos a los de esta localidad, mi apariencia es diferente, la mía es la de un escritor o mucho mejor a la de un poeta, y es ahí donde él se debería haber fijado en mi persona y sincerarse, desmascararse. Pero ¿Cuándo vino a saber? Creo que fue pasado un par de horas de su llegada, al otro día por la mañana, si bien lo recuerdo. Yo me sentía alegre de mi situación y en ese momento aún más, pensaba que esto de ser la celebridad desarrollaba capacidades de bondad en mí, pues la alegría de haber ayudado a este recién llegado era tal, que pensé en el deber de hacer partícipes a los pajarillos de esto. Sin embargo, sentí su voz a la distancia, y cual Sócrates se encontraba aserruchándome este suelo lleno de guano, con una multitud que ya yo hubiese querido incluso con el mejor de mis poemas. Pero si hace falta mirarle la cara solamente a ese hombre, mire, se puede ver su desfachatez orgullosa entre sus manos. Enseguida yo callé, nuca le hablé sobre mi autoridad en el pueblo, sobre mi talento, ni mucho menos de los secretos que guardo aún en Santiago. Quizás por vergüenza, quizás por la creación de un plan, quizás por miedo a formar una prematura guerra entre nosotros, quizás por la simulación, quizás por lo que diría el pueblo, pues nunca soportaría enterarme, por ejemplo, que el consejo de anciano habla a mis espaldas, comentando quién es el nuevo genio del pueblo. Le juro que en esos momentos no me importaba recorrer la infinita distancia, llegar a Santiago y entregarme.
Al siguiente día todos comentaban sus poemas, su forma de declamar, además de su juventud y de cómo sería en la cama, por parte de algunas mujeres. Me dije estoy perdido. Pero faltó sólo una frase para darme cuenta que la salida estaba ahí, en ese talento que había dejado en la capital ¿Qué frase? “vecina, ayer pude sentir la poesía del Discípulo”. ¿Y ahí, en esa frase, qué hay? Acaso no se da cuenta, amigo, yo soy su maestro, yo seguía siendo alguien acá, seguía ocupando un lugar. Perdóneme, señor poeta, pero todos lo cobijan a él, no a usted. Es cierto, pero por lo menos tenía algo de qué afirmarme.
Comenzar a idear algo no es nada fácil, pero en el campo el arte es fácil y su apreciación, mucho más. Si eres artistas, todo lo demás resulta ser pamplinas. Mi voz corrió rápido e inteligentemente nunca llegó a los oídos de Guillermo Kunst. Los pueblerinos, dos días después, ya daban por sabido y ratificado quién era el maestro y quién era el discípulo, quién había traído a quién al pueblo para enseñarle lo mejor de la poesía campestre y quién estaba tratando de dejar un continuador de la obra santísima de dar palabrerías rimantes a las personas del pueblo. Sin mentirle, recordé mis mejores tiempos, rodeado por el asfalto, por las luces, el silencio y la privación. Acá todo resulta, y resultó de tal forma que nuevamente creí lo que creé. Alejé cualquier ira hacia él cuando charlábamos, cuando nos emborrachábamos, cuándo íbamos por algunas huasas para disfrutar de ser quienes éramos y somos. Obsérvelo, ahora me llama para beber o quizás para repartirnos a esas chinas, no sé. ¿Pero está seguro de querer hacerlo? Sí, siempre. Sosténgalo. Gracias, amigo. Está pesado. Ahora soy otra persona, siento como la situación cambia, como los talleres de poesía de la cárcel se van a la mierda, como la diferencia de mis poemas y los suyos se los comen los burros y como lo nada y poco que poseo acá no se compara con un pedazo de vereda de Santiago. Me le acerco, nos emborrachamos como un discípulo lo haría con su maestro. Nos estamos largando de la cantina en secreto, sin sospechas. Ahora es el momento, no hay duda. Esto ya no está tan pesado, quizás por la adrenalina, mi mano tiembla, siento un poco de pavor, se lo ubico entre cejas. Leo. Magnum.

sábado, 6 de marzo de 2010

Tesis y Metas

A las tres de la tarde, cuando mi sistema digestivo comenzaba a descansar luego del menú de cinco mil pesos, percaté su belleza y lo idiota que fui por no haberlo hecho antes, como en aquella ocasión con esa fémina llamada Claudita Casanova, robusta y con unos ojos verdes que cada vez que los miraba me recordaban de dónde éramos y cómo nos deberíamos amar. Lo lamentable fue que su madre era mejor mujer en la cama que ella, mejor provocadora auditivamente sobre mi firmeza que a esa edad florecía a cada segundo y a cada insinuación. Y no la aproveché antes; tuve que dejarla luego que su hija nos encontrara sudosos en el mismo lugar donde la crearon. Y era un recuerdo arrepentido, pues podría haber pasado mucho más tiempo disfrutando de esa madurez. Pero se aprende de la experiencia y el paso del tiempo me daba una nueva opción de elegir bien, de actuar bien y conforme con lo que sentía. Esta era la quinta vez que la veía. Si no me equivoco la primera fue hace dos meses, dos largos y destrosantes meses para ella y estoicos para mí. Su beso de encuentro me recordó muchos besos de reencuentros, pero ninguno con ese tono natural de labios que parecían vírgenes de artificios colorantes que sin duda alguna yo sabía a qué se debía. Comenzamos la conversación e inmediatamente me fijé en un pequeño borde de la copa de su rojo sostén intercalado que salía como huyendo de algo represivo desde su blusa. No pude negarme a mirar en su pecho redondo un pequeño lunar que me recordaba mi trabajo y su dolor. Al mismo tiempo un pequeño viento proveniente de su hálito llegaba en mi rostro y con él mi familia, Sofía, las gemelas y el que pronto se les uniría. Un 19 de agosto de 1985 me casé, y como si su nombre fuera intencional, Sofía era la primera licencia de mi grado. Primero nos fuimos a vivir en San Damián, dos años después, en Lo Curro. Creció la familia creció nuestra casa. Pasados los años, y como toda relación matrimonial, nos manteníamos juntos sólo por dos lazos llamados hijos y sexo. Mi especialidad jugó a favor, la conocía y se la conocía. Pero no debía pensar más, seguí mirándole el pecho, el lunar e intermitentemente sus ojos también. Aún así era su cuello rígido el que me llevaba a dejarlo todo por ella, dejar a Sofía, a las gemelas y, quizás, a no conocer nunca al que viene. Ella me hablaba y me decía cosas, su voz salía apretada, quizás por su motivo, quizás por su ajustada ropa de oficinista. Llevaba pantis marrón que cubrían engañosamente sus ejercitadas piernas blancas, su tez era clara como la mía, su apellido Rospigliosi, italiano como el mío, Di Mastroianni. Nuestras familias en algún momento se encontraron y se conocieron en los aniversarios de La Escuola, de ahí nuestras migas y ahí mi colaboración. Hasta el momento ella había estado hablando y yo cavilando de nosotros en silencio, pero llegó el momento de su primer sollozo, decía que tenía miedo de irse, tenía una pequeña de cinco años con síndrome de Down. No supe que decirle, mi situación no era la misma, yo aún tenía a mi mujer para con mis hijas, ella no. Fue su mala suerte de no elegir al hombre indicado y con los mejores genes, pensaba yo. Luego me preguntó qué debía hacer, pero yo no estaba comprometido totalmente, nadie me había enseñado a dar consejos humanos, Enseguida me preguntó qué haría yo en su lugar, pero yo sólo pensaba en estar junto con ella, en esta maldita vida que no nos alcanzó a juntar antes. Miré su lunar y lo vi bañarse de una lágrima que descendió desde el mal gastado rímel de su ojo derecho, la gota corrió por el borde del pecho y llegó a esconderse entre su seno hasta quizás donde yo debería estar cobijado jugando a amar. En silencio le decía deja todo sin miedo y vente conmigo, pues yo lo haré también. Cogí un pañuelo desechable y se lo pasé. Secó sus ojos, respiró y dijo que dejaría todo solucionado antes de irse, las cuentas, las rentas, el seguro para su hija, una familia para su hija. Volví a pensar en Sofía, en las gemelas y en el que viene; volví a mirar el lunar y el precioso borde de su soporte. Todo quedó en silencio por un momento, Su mirada se dirigió a mi escritorio, tomó la foto familiar, la sacada en la Antártica chilena hace dos años, salíamos los cuatro, Sofía feliz por el sexo de la noche anterior y las gemelas agarradas de mí sin sus dientes delanteros. Yo me puse nervioso, saqué el bolígrafo de mi vestón blanco y comencé a jugar sin sentido con él. Ella volvió a respirar, pero esta vez más profundamente y me dijo que estaba lista, que le dijera lo que había venido a escuchar. Nunca es fácil decir esas cosas, la naturaleza es el miedo de nuestra existencia. Yo no quería pensar en su útero ni en el tumor que ya había podrido todo su cuerpo. Quería pensar que nunca había desaparecido su vagina, que seguía siendo la linda mujer que imaginaba. Respiré mi ética, miré mi título y en un segundo ratifiqué hacia dentro de mí, que yo practicaba la oncología ginecológica. Mojé mi boca y le dije, son dos semanas, señora Rospigliosi, son sólo dos semanas.

lunes, 8 de febrero de 2010

CRÍA Y DEVÓRATELOS

Se nos viene el siglo de la leche negra
Allá por el Sena negrero, ciego,
Y acá en las oscuras bestias
que nunca se pensó que lloraban, que reían
que morían
Ahora quién les cantará en este siglo
de leche negra y negreros
de seguro los lejos del Mediteráneo,
los de las costillas rotas y apolilladas,

Sonata de Muerte
sonata fraterna en las aguas embotelladas
sonata ingrata.

Pero no se esfuercen
el hambre come niños aplastados…
y está en calma.
Pero no apuren su gramática
hace falta cincuenta mil palas y manos
hace falta ningún
allez, allez, allez
sálvame Europa, sálvame la dramática democracia
sálvame nada de tu lengua.
La historia, La historia
Se la han
Guardado.

jueves, 21 de enero de 2010

Socios literarios

Ayer por la tarde caminábamos por el mall con Jadranka sin rumbo, sin dinero, sin ganas. Caminábamos fuera de la regla. Por la biblioteca (y sí, si hay una biblioteca) se mostraban como modelos culturales ciertas personas un tanto rubias, con libros pegados a los rostros como una extensión de lentes que nunca tuvieron, porque yo sé de lentes, y esos lentes no eran lentes lentes, sino solamente lentes. Eran hombres y mujeres expandiendo en forma de ladrido el hábito lector como el más horrible olor. Los espejos de las vitrinas no nos dejaban ver los títulos, pero, sin embargo, quedaban a vista ordinaria los ojos inexpertos de quienes los leían, que de vez en cuando cambiaban la dirección, que de vez en cuando cambiaban las letras por personas que observaban un show como yo, pero un pésimo show. Jadranka me dijo que entráramos, que afuera hacía mucho frío. Yo acepté, pero con la condición que nos fumáramos un cigarrillo antes, porque si entrábamos sabía que nos quedaríamos pegados leyendo quizá una novela, quizás un cuento, quizás un par de versos, quizás una Cosa, no lo sabía, pero sí sabía que quedaríamos pegados por un largo tiempo, dejando de lado toda posibilidad de fumar. Teníamos solamente uno, y tuvimos que compartirlo, y al contrario de los pensamientos de cualquier fumador dependiente, la idea no me era (y nunca fue por lo demás) desagradable; era un honor sentirme capaz de aspirar equitativamente el humo con mi pareja y hacer cada fumada una pregunta al otro y cada volcanada de humo, una respuesta. Un cigarro nos basto. Incluso creo que si hubiésemos fumados uno cada uno la conversación habría tornado intencionalmente detallista, lo que sólo resulta divertido cuando hay más de dos. Vi el cigarro y observé que sólo faltaban dos quemadas ´para que el nombre del cigarrillo quedara registrado en nuestros pulmones. Eran dos quemadas que me daban ansias de mostrarles a los de adentro qué era literatura, pero, primeramente, mostrarles el verdadero arte de leer en biblioteca, decirles así lee, compadres. Quería decirles: Chicos rubios, maniquíes literarios, aquí tenéis a vuestro Quijote, el hombre que adquirió la esquizofrenia por la lectura, abriros paso. Quedaba sólo una quemada, era la mía, la maté, saqué mi inhalador, una, dos y tres inyecciones del aerosol, guardé el inhalador y entramos. En recepción nos detuvieron dos chicas de lentes y nos preguntaron quiénes éramos, que allí sólo entraban y podían leer los socios.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Machos del Perdón

En el día de su cumpleaños, Víctor es tomado por la espalda y el cabello y cubierto con una bolsa de género. Sin pronunciar ninguna palabra lo tumban hacia a atrás y es sacado fuera de la comodidad que le fue bruscamente interrumpida. Como si no hubiera tiempo que perder, Víctor recordó el día viernes de su otro cumpleaños, año 1978, año de de sus 12. Algunos desarmaban las cosas de la mesa, algunos juntaban los restos de chocolate de las tazas y un par sacaban los globos que nadie se había llevado y que aún seguían pegados al techo. Él estaba en su pieza abriendo el único regalo que entre toda la familia le habían obsequiado: una pelota de cuero, de cascos blancos y negros. En ese mismo momento fue cuando toda la familia dirigió la atención hacia un ruido que provocaba algo desconocido en la calle, fuerte como el resonar del mar inquieto y breve como la cresta de sus olas; pero la realidad no era ni tan natural ni tan literaria, era más bien de acero, hombres de carne manejando acero. ¡Los milicos! Gritó la abuela huyendo hacia dentro de la casa. Víctor al rato fue tomado por su padre de la mano y llevado al patio en donde la madre y el resto ya estaba. Los cuatro, la familia completa, los que celebraban hace pocos minutos un cumpleaños, se encontraban en el patio cagados de miedo, mirándose uno al otro y esperando que nada malo se llegase a desenvolver en sus vidas. Enseguida la puerta del patio se abrió bruscamente, con escándalo y con la intención de incrementar el miedo. Era la desgracia y el pavor ocultándose en un montón de militares jóvenes dispuestos a acatar las órdenes de los superiores. Con M16 golpearon al padre obligándolo a meterse dentro de la casa. Su madre gritaba buscando respuestas, las interrogaciones sobraban. Afirmaban una y otra vez que ellos no tenían opinión alguna sobre lo que pasaba en Chile, nunca había tenido postura y que circulaban apolíticamente desde la caída de de Allende. Así se defendían (como muchas familias de todos los tiempos), quizás por la sabiduría de prevenir momentos como ése, quizás por miedo, quizás por cobardía o quizás por una amaricona que les podía salvar el culo. Víctor tuvo un par de miradas correspondidas con un milico en particular. Para cada uno de ellos, el otro era simplemente un desconocido. Después de varios minutos, los militares que amenazaban a Víctor, a la madre de Víctor y a la abuela de Víctor, recibieron órdenes de salir de la casa y marcharse. Pero Víctor no vio regresar a su padre. La sospecha comenzó como un cáncer a formarse, y cuando escuchó gritar a su madre el nombre del marido, el padre, supo que en ese momento había pasado algo, ya estaba seguro de ello, y como si algo lo bofeteara y lo concentrara fríamente en ese momento, decidió mirar los rostros de los militares, uno por uno, tan lentamente como el tiempo se lo permitía. Su intensión era recordarlos y memorizarlos para futuro (Víctor al día siguientes los olvidó). Y así fue que todo lo que estaba recordando de ese lejano día de su cumpleaños le dio mala pinta, llevándolo a suponer que ese apretón desprevenido por la espalda no era en vano, ni mucho menos en broma, además Víctor mantenía una incertidumbre de no saber si se trataba de una, dos, tres o más personas (por lo menos esa vez sabía cuantos militares fueron, o por lo menos tenía un recuerdo). Pero Víctor no tuvo tiempo para incertidumbre. Lo llevaron rápidamente hacia la calle y lo subieron hacia un auto, de la misma manera que a su padre lo subieron aquel día, mientras él y su familia entraban del patio hacia la casa viendo y asombrándose del desorden, de sus cuadros de pequeños burgueses rotos y de sus sillones rajados que botaban el algodón interno como si de espuma se tratase. Quién es, quiénes son, preguntaba atónito Víctor, aún sin percatarse que no existía más de una persona, ni mucho menos una persona desconocida. Con una voz que Víctor reconoció como fingida, disfrazada seguramente con un pañuelo, el sujeto le dijo que se callase y que hiciera caso, tirándolo enseguida a la parte de atrás de un vehículo.
Los ojos vendado, la brusquedad y el vehículo mismo (o lo que podía sentir como vehículo), hacía a Víctor recordarse como aquel niño que lloraba a su padre desaparecido, era una reminiscencia que habría los puntos de la piel y del pasado. Muerto el valor y sin saber que su captor era el propio Sergio, su Sergio, lo recordó. Ya habían pasado cuatro años de la desaparición de su padre y su familia era una acérrima opositora de Pinochet, pero siempre en silencio, como el peor de los odios, pues no se arriesgarían a perder a otro, ni mucho menos a Víctor, que en ese momento ya era el hombre de la casa. La plata del hogar la traía Víctor. Era un aprendiz de peluquero desde hacía un par de meses, no por la necesidad, sino por la atracción que sintió hacia su maestro, un hombre que lo envolvió en el amor con la madurez de un cincuentón. Le enseñó los más delicados cortes de navaja, la temperatura perfecta de la toalla caliente, los movimientos de tijera y, entre todo lo del oficio, a amar, ha hacer el amor, a romperle el culo y a sudar como cerdo en la peluquería después del cierre de las cortinas. Le pagaba más de lo normal, y eso fue un error. Víctor era joven, tenía la energía de un toro y eso volvía loco a su maestro que todos los días quedaba rendido, botado en el suelo de su propio local, con el fornicado hoyo al aire. Eran días en que Víctor era muy bien recompensado. A veces era pagado con el triple de lo correspondido, incluso en los días que Víctor tenía verdadero interés de penetrar muy fuertemente a su maestro, llegaba a llevarse todo el ingreso del día. Un jefe bien satisfecho, un empleado muy bien compensado, pensaba Víctor. Un día, mientras él ya era peluquero oficial, entró a la peluquería un tipo que hizo a Víctor enloquecer en imaginaciones, pensándose en la cama junto a él, con ese cabello largo, que pronto sería cortado por sus manos, tapándose su fino y esbelto cuerpo de peluquero; Víctor ya se transformaba con pensamientos ardientes en la Venus de Botticelli, en su Venus de Botticelli. Se apresuró a sacudir el pelo cortado sobre el asiento de la clientela, agarró la chaqueta de cuero del tipo y la colgó. Bien corto, le dijo. Un poco más largo arriba, agregó. Asintiendo con la cabeza, Víctor comenzó a lucirse con el mejor corte de pelo que haya hecho. La forma de mover la muñeca parecía de un veterano, pero las miradas que le dirigía a través del espejo a aquel tipo, mostraban su edad precoz y fogosa. El que era su maestro y su amante, lo miraba sorprendido, pero a la vez rebosado en celo de cómo miraba al cliente, de cómo se mojaba por él. Víctor no se cansó de mirarle la polera apretada que dejaba dos preponderantes pectorales a la visión de cualquiera que estuviese en ese momento en la peluquería, buscando a la vez la correspondencia de esos ojos claros con los suyos. Y luego de las tantas miradas que urgía fueran correspondidas, el tipo levantó la cabeza y, mirando hacia el espejo, hacia ese mismo lugar que refleja la realidad y que une las miradas, le sonrió. Víctor recordaba la vergüenza que le causó aquel momento, como a ese nerviosismo que le produjo a continuación y que hizo de su corte de cabello la calamidad más grande, lejos del privilegio que tenía pensado hacer. ¿Por qué esa vergüenza y esa culpa? le dijo, si esto se puede arreglar en un minuto; sólo pásame la navaja y rápame al cero ¿okey? Y Víctor sólo asentía. No se dirigieron más palabras esa vez, y desde el momento que salió por la puerta.
El automóvil comenzó a moverse, sentía como la seguridad estaba desapareciendo junto con el día de su cumpleaños y empezó a gritar y a patalear. Qué pasó, le dijo esa misma falsa voz, ¿es que recién te vienes a dar cuenta de que esto es enserio? Y soltando una risa agregó: las personas no pueden escucharte desde a fuera, lo debiste haber pensado antes, escandalizarte antes, ahora sólo te queda pensar que te queda poco, Víctor. Cómo sabes mi nombre, hijo de puta. No sabes nada de mí. Ni si quieras sabes que pagarás por esto. No sabes quién es mi pareja, conchetumare. Cuando te pille te va a reventar el orto a punta de fierro. Pero el tipo sólo reía, respondiéndole que esto sólo era entre ellos, que no debía meter a huevones que se creyeran superhombres, ni mucho menos superhombres lame bolas como ese marica. Víctor sentía que esto se estaba poniendo mal. Víctor podía percatarse que se estaban alejando del asfalto liso y suave de la ciudad y que cada vez el auto comenzaba a forzarse y a acelerarse más. De un lado a otro se golpeaba la cabeza y de un lado a otro machucaba su cuerpo. Recordaba el nombre de su vida, de la persona que amaba hace años y que pensaba amar siempre. Volvió a recordar esos días en que pensaba en el tipo de la chaqueta de cuero, esos días en que le sobraban días en su vida. Con claridad se mostró el día exacto cuando volvió a ver al tipo de chaqueta de cuero, ese que veía constantemente en el rostro de su jefe cada vez que follaban. Entró con el cabello un tanto menos corto que esa primera vez. Vestía jeans y una camisa un tanto informal, llevaba puestos unos jack sobre sus ojos, los que dejó sobre el mesón al sentarse. Estaba él y el jefe disponibles para el corte, pero el dedo índice dio como elegido y ganador a Víctor. Inmediatamente empezado el corte comenzaron a intercambiar palabras y sonrisas y no risas (en pleno coqueteo, esas son para los heterosexuales y no para los gay). Víctor era por lo menos cinco o seis años más joven, aún así no fue impedimento para atreverse e invitarlo a salir por la noche. Claro, no hay problema, ¿me pasas a buscar? Bien, ahí está mi dirección. Se paró, sacudió el resto de pelo que quedaba en su hombro, pagó y se despidió. De lejos Víctor le preguntó su nombre. Sergio, me llamo Sergio. Lindo nombre murmuró Víctor. Eran buenos recuerdos que aliviaban superficialmente el miedo que sentía tirado en el suelo de ese desconocido automóvil. Hola, soy yo, cómo estás, le dijo Víctor muy nervioso frente a la puerta. Eh, bien, gracias, pero quién eres. No supo que responderle, parecía un niño tonto en busca de aventuras anónimas. Pues yo, Víctor, el de la peluquería. Si tonto, si lo sé; te jugaba una broma. Salieron ocultamente por un par de días antes de besarse. Eran los tiempos que comunistas y maricones tenían algo en común. Por todos los medios periféricos (los oficiales hablaban de fútbol) circulaban noticas de varios gay acorralados por el plomo de los militares. Sabes lo de Marcos Fuentes, le preguntó luego de haber dado su primer real beso. Sergio se guardó su respuesta y ahogó su pasado.
El automóvil frenó estrepitosamente. Víctor podía volver a sentir la curiosidad, la misma que sintió esos meses cuando su relación con Sergio ya era formalizada bajo la verdad de un secreto. Víctor le había contado de su relación de calentura y luego de interés con su jefe, de la vez de su primera vez, de sus fracasos y de la desaparición de su padre por los militares; pero Sergio permanecía en un anonimato presente y no muy bien conocido por Víctor. Nunca habló de su vida antes de l encuentro en la peluquería. De un día para otro la comunicación fue desapareciendo. Cada día Sergio se fue transformando en un ser distante y misterioso, en una persona que seguramente tenía tanto de que contar que no tuvo suficientes palabras para expresarse. Víctor comenzó a pensar que quizás Sergio ya estaba aburrido de la relación y de él especialmente, por lo que se arriesgó y, en un acto de desesperación y de poca ética para el amor, le habló sobre un ambicioso proyecto de vida que involucraba a ambos.
- Bien, pero de dónde sacaremos el capital.
- Recuerda que este culo se esforzó durante un buen periodo de tiempo.
- Bien, pero no sé si será seguro.
- No seas más maricón de lo que eres. Lo tengo planeado hace tiempo.
- Bien, pero ¿y nosotros?
- Pinochet no es eterno. En 15 años más podremos hasta casarnos, adoptar, hacer el amor por las calles.
Víctor guardó siempre en la memoria la risa irónica que dio fin a esa conversación. Sergio aceptó el trato, subió la cara, miró a Víctor en son de agradecimiento, pero aún así no se manifestó más allá de ese cruce de palabras. Los días siguieron igual. Víctor podía sentir un poco de esperanza gracias al proyecto que tenían juntos, sin embargo lo desesperaba la idea futura de que él fuera el que dejara de amar al otro. Dejar de amar no es lo malo, sino pensar que dejarás de amar a quien amas. Esta idea fue el calabozo de sus pensamientos, y cualquier cosa que hiciera para no pensar en ella era inútil, y sabía que después de pensar tanto que una cosa es inútil, se pasa a un nivel donde se piensa que todo es estúpido, y Víctor no quería eso, por lo que se decidió y, antes de arrepentirse y dejar de amar a Sergio estando con él, lo dejó. Fue la mejor decisión que podría haber tomado, pensó Víctor, además alguien que no habla no pide explicaciones. Sin embargo Víctor no duro ni siquiera un mes sin Sergio. Lo fue a buscar y, tras una larga explicación que no necesitó una causante, le pidió perdón por su acto. Y así siguieron juntos, entre el peor enemigo del ruido, entre los encuentros por la noche, entre los secretos de Sergio y entre ese trabajo que Víctor ya odiaba y que gatilló a concretar el proyecto antes de lo esperado. Llegó entonces el día que supuestamente cambiaría para mejor sus vidas: Víctor renunció entre los llantos de su jefe que pedía agritos por lo menos una última follada, por lo menos una última caricia. Los ahorros de Víctor alcanzaban para un par de años de arriendo de alguna habitación que sirviera de privacidad para sus encuentros, para poder gritar sin tener que taparse a la fuerza la boca uno al otro, para poder descansar de toda la mierda del sistema que los identificaba como ratas homosexuales. En esa habitación pasaron juntos días enteros. Conocieron ahí el amor verdadero. Incluso a Víctor ya no le importaba los misterios que podía tener Sergio en su vida; Sergio sonreía de vez en cuando y eso era lo único que le importaba a Víctor. Sergio llegó a vivir por completo en la habitación, pero Víctor aún vivía con el resto de su familia (había prometido, en nombre de su padre, que nunca reconocería frente de su familia su gusto por los hombres). Al pasar los meses, sabía que necesitaban encontrar trabajo para sostener la habitación secreta (tanto para los amigos como para el mismo arrendatario que aún pensaba que eran estudiantes), por lo que los dos buscaron empleo en un negocio de comida rápida quedando aceptados juntos. Vivian casi juntos y trabajaban totalmente juntos; era el paraíso para dos maricones bajo un régimen homofóbico, de corvos y fusiles. Un día (quizás por la felicidad) Sergio le dirigió la palabra (el error) a Víctor. Le contó todo lo que tenía que haberle contado antes, toda esa mierda que lo llevaba a lo más inferior del ser humano. Sergio era el asesino de su padre. Sergio recordaba muy bien ese día de la desaparición. Sergio sabía el lugar exacto donde estaba. Y justo en el momento que Víctor recordaba esos detalles, con la cabeza tapada y con un automóvil que se detenía, el extraño abre la puerta, lo toma del cuerpo y lo levanta. Víctor podía sentir que estaba sobre el hombro del extraño (Sergio) y que era llevado a algún lugar rodeado de la nada, del silencio, del mismo silencio de que fue prisionero Sergio hace años. Después de una volcanada de insultos que el extraño (Sergio) reconocía como productos de la desesperación, Víctor fue bajado y puesto en el suelo, al lado de las osamentas de su padre desaparecido y que Sergio se las mostraba como regalo sorpresa de cumpleaños. Víctor sin darse cuenta al lado de qué (quién) estaba, comenzó a tirar patadas al aire como un ciego emborrachado. Después de cinco minutos nuevamente el silencio lo visitaba y supo que estaba solo, que el tipo extraño (Sergio) ya no estaba. Víctor lloró en vida menos de lo que lloró en ese instante. Y nuevamente veía en la distancia los recuerdos de Sergio, esos largos años que pasaron separados por el asesinato de su padre. Veía el rostro de Sergio, años después, pidiéndole perdón y una misericordiosa segunda oportunidad; volvía a sentir aquellas horas de explicaciones acumuladas durante todo lo que había durado de relación. Pero luego se sobreponía el orgullo desgastado y llegaba el perdón hecho un beso y una caricia. Víctor había perdonado a Sergio y el amor fue duro y sentimental, la mezcla perfecta que atornillaba sus cuerpos a las sábanas humedecidas por la compasión. Y de ahí en adelante eran recuerdos fuera de la peculiaridad que les había tocado vivir, hasta ese momento en que Víctor solitariamente yacía sobre el suelo llorando, pero en retroceso.