domingo, 18 de octubre de 2009

En Busca de la Calentura Perdida

El día 19 de agosto supe el secreto de mi amiga: le gustaban los niños. No sé por qué me lo dijo ni por qué de esa atracción. No soy quién para juzgarla. Claro, fue un secreto que me impactó, ella tiene treinta años, es una famosa escritora de cuentos infantiles, atractiva para cualquier hombre y para cualquier mujer, incluyéndome a mí. Me dijo que siempre había sentido esto, desde pequeña, de unos tres años, cuando ya sabía que el hombre se diferencia de la mujer por el hecho de que éste tiene pene y la mujer no. Me contó que ella creía que su atracción sexual se había quedado estancada, que el paso del tiempo había sido para ella y no para los gustos de su vagina. Me contó que todo su mundo gira alrededor de ellos, ayer, hoy y mañana, que ellos son la matriz de todas sus acciones y deseos, los claros y los ocultos, aquellos que tenía que disfrazar bajo la actuación y aquellos que liberaba a solas con ellos. Sus estudios de educación parvularia tuvieron un fin muy lejano a la vocación de enseñar letras, números, canciones, pero que, sin embargo, muy cercanos y pendiente a enseñarles a amar mucho más allá de las caricias maternas, paternas o fraternas de las que estaban acostumbrados. Ella los llamaba sus Lechones, ella los recitaba, ella los entendía, ella los lloraba, ella los deseaba por noches completas, los soñaba y los sufría. Sus tres libros de de cuentos infantiles, “La dura y clara luna”, “¡Papito, abrázame!” y “El picaflor y la copa”, además de sus dos libros de poemas, “Canté, bailé y me cansé” y “Rimas y secretos de los dos”, siempre estuvieron basados poéticamente en ellos. Cada rima y cada narración reflejaban sus encuentros sexuales. Yo no sé mucho de literatura, ni muchos menos de la infantil, pero la forma en como me lo dijo, me hacía pensar que cada trabajo terminado representaba su placer, su eyaculación orgásmica, su todo. Recuerdo años anteriores a su secreto, en las ocasiones cuando me decía que estaba escribiendo un nuevo cuento o un nuevo poema, su rostro dejaba al descubierto el fantasma detrás de la máscara, conjugando la naturaleza del orgullo con la de penurias sulfuradas que con uñas desesperan y ansían el escapar del sarcófago moral cavado por la sociedad, pero claro, no sabía que tipo de fantasma era el que salía. Es cierto, en esos tiempos, cuando no sabía nada de ella, mis reacciones eran muy distintas; simplemente no sabía nada. Ese día 19 no supe como reaccionar. Ella era una mujer de arte y yo la simple amiga de una mujer de arte. Siempre temí a la ignorancia, pero nunca hice nada para vencerla, por lo que mi reacción sólo fue un “te comprendo”, bajo ese imperio de ignorancia que me hacía pensar que los tipos de personas como ella, podían ver mucho más allá, sea el ámbito que sea. Se me venían a la cabeza unas de las tantas frases que ella siempre repetía y que no las recordaba en su concretidad, sino sólo en su presencia. Ese 19 tuve que aprender a guardar secretos. Sabía que muchas veces no funciona solo tener el intento, pero tenía sobre mí el peso de la conciencia, y por suerte estaba de nuestro lado. En mis manos tenía su futuro, el venir de la chica más bella que haya visto y que gracias a Dios era mi amiga, esa mujer que bajo esos ojos miel sobrepuestos en la llanura de su rostro moreno ocultaba un secreto que ahora sólo yo y ella sabíamos. Quise tomar un cigarrillo, quizás simbolizando el sello de nuestro pacto, cuando me tomó la mano y dijo que yo era a partir de ese momento su confianza y su otredad. Júramelo, me dijo. Te lo juro le dije. Júramelo, me repitió. Y yo le repetí, te lo juro.
A partir de ese día, fuimos inseparables. Ella se unió a mí como la mejor de las amigas y yo me uní a ella como la amiga que busca algo más que ser la receptora de todos sus secretos; mis intensiones eran claras, por lo menos para mí. Siempre había estado enamorada de ella y loca por ella, pero este amor no salía a flote (y nunca pensé que saldría), y desde ese día podía cruzarse en mi búsqueda de la felicidad cualquier cosa, incluso la sociedad, y no habría razón alguna para dejarla de amar ni mucho menos seguir viéndola como una amiga. Nuestros encuentros siempre se hacían después de su horario de trabajo, a eso de las cinco de la tarde. Sin embargo ella no sabía que para mí no empezaba a esa hora, sino mucho antes, en un horario intermitente, cuando ella salía al recreo con sus niños, de 9:30 a 9:45 am, de 11:15 a 11:30 am y luego a la una de la tarde, a la salida, ese lapsus breve cuando ella salía a despedirse y a entregar (envidiosa, lo más seguro) a los Lechones a sus madres. Eran momentos apoteósicos, donde mi voyerismo, desde lejos y escondida detrás de un árbol, hervía mi sangre por ella. De ahí en adelante ella se encerraba en su oficina a escribir hasta completar su horario y salir con dirección a mi casa. Ahí charlábamos de los niños, de sus cuerpos, de sus primeros instintos sexuales, de los suaves besos que le daban al saludar y al despedirse. A mí me gustaba ella, no los niños, aún así me encantaba excitarme en silencio al escuchar el arte erótico que surgía de su voz al hablar de ellos. A mí me gustaba su motivada sensualidad y su dramatismo intelectual de cómo abordaba su sexualidad. Las conversaciones eran extendidas. Ella me leía, yo le leía, ella me escribía y yo le seguía leyendo. Yo le servía de todo, té, galletas, etc., y otras veces, por lo general los viernes, bebíamos algún destilado que le gustara, acompañándolo siempre de algún picadillo. A ella le parecía increíble que tuviera de todo, mientras yo pensaba si supieras que todo ya estaba listo para ti, pero diciéndole que todas las tardes iba de compras, esquivando mi real respuesta, mi amor. En ocasiones íbamos a su casa y eso sí era un privilegio para mí. Me mostraba sus muñecas que guardaba de pequeña, algunos de sus libros favoritos, en ocasiones también veíamos las películas que la habían echo llorar una y otra vez. Ella me mostró sus secretos de vida. Un día me dijo que la acompañara a su habitación. De bajo de su cochón sacó un álbum de fotografía. Le dije qué era eso, a lo que respondió, susurrándome cerca, muy cerca de mi oreja, penetrando toda su calidez en mí, que eran las fotografías de los niños que habían sido sus amantes. Abrió el álbum, eran pocas las páginas, por lo que me imaginé habían sido pocos sus amantes. Exacto, eran cinco, y enseguida los conecté con sus cinco libros. Y claro, cada libro había sido escrito a partir de la experiencia, del su follaje con cada uno de esos niños. Los empezó a nombrar uno por uno. Recuerdo que el mayor, en el momento del sexo, tenía 4 años, mientras que el mayor tenía 7. La mayoría eran morenos, ojos cafés y el pelo rapado, el prototipo de niño de jardines de la JUNJI. No voy a negar que al ver sus caras y al escucharle relatar cómo se había comportado en la cama, tenía envidia de esos niños: quería ser uno de ellos, añoraba estar en ese álbum. Me imaginé como en las fotos familiares de mi infancia, con la cara redonda adornada con una cola de caballo, y ella relatando mi cuerpo de infante como si fuera el mejor que haya probado, hablando de mis nalgas pequeñas de algodón, hablando de ser ella yo y yo ella, fundidos bajo las sábanas de la alcoba de mi madre o cualquier otro mayor. No lo negaré. Pero la excitación que empecé a sentir en ese momento no fue suficiente para desviarme del nerviosismo que causó su pregunta: Ya sabes mi mayor secreto, ahora cuéntame el tuyo. Una volcanada de calor descendió por todo mi cuerpo, y era tan explícita que el frío comenzaba a vaciar enseguida los altos grados de mi pasión. Yo ya enloquecía por amor a ella, yo guardaba sus secretos, ella se había transformado en mi secreto. Comenzaba a querer vaciarse la confianza, pensaba que si somos amigas, si ella quiere mi amistad y yo algo más allá, por qué no decirle, si ya me había contado hasta su condena. Le conté que siempre había estado enamorada de ella y que desde los últimos tiempos desde que surgió de ella su secreto y se adentró en mí sexo, éste estaba siendo casi incontrolable. Esperé algunas palabras de respuesta, pero sólo continuó mirando su álbum. Ahí fue el momento de reaccionar, me paré y le comencé a hablar de mi historia, la cual era la historia de ella también, le dije como ella me había empezado a gustar, a amar y luego a excitarme o más bien a calentarme, porque si hay que conceptualizar pasionalmente esta relación, esa palabra debería ser Calentura. Quizás mi amor ya era calentura y no amor. Pero eso no lo sabía y ahora tampoco lo sé. No me importaba otra cosa en ese momento que solo contarle lo que sentía por ella. Luego un silencio. Luego un nerviosismo. Luego ella se paró y con la voz más baja me dijo que me fuera. Cayeron lágrimas sobre su alfombra y me fui. No tengo la certeza, pero pasaron semanas sin saber de ella. Gracias a Dios mi sufrimiento y mi vergüenza que provocó dicha declaración, fue encubierta por la llegada de mi madre y mi hermano menor a la casa por un par de meses. Se acercaba mi cumpleaños y ellos solapaban las ganas de que ella estuviera aquí. La presencia de mi familia era el regreso de los valores que de pequeña me habían contextualizado en el mundo y en la sociedad. Con ellos acá, el amor hacia esa mujer fue transformándose en la evolución de la persona, de la hija y de la hermana, de mi sexo y de mi calentura. A ratos me quedaba mirando a mi hermano menor, me decía a mí misma que a sus ocho años el podía estar siendo tentado por las suaves y tostadas manos de ella y que su pequeño pene podía estar siendo movido por esos largos dedos. Cerraba los ojos y gritaba a mi conciencia.
El día de mi cumpleaños había un par de amigos, mi madre y mi hermano. Cuando cantaban todos mi nombre y coreaban que mis años los cumpliera felices, sonó la música del celular, el timbre de los mensajes de textos. “Feliz cumpleaños. Me gustas” apareció en la pantalla, seguido de su nombre. Sin darme cuenta grité su nombre y todos callaron y explosionaron de la risa. Me preguntaron que por qué me cambiaba el nombre, miré a todos y reí, reí para disimular, pero mucho más por el mensaje. Cantaron nuevamente y todo fue normal. Esa noche en mi cama pensaba una y otra vez me gustas, le gusto, me gustas, le gusto, me gustas, le gusto, y así casi toda la noche. Al día siguiente fui al encuentro, o a crear un encuentro, crucé calles, personas y amigos, sin pensar en ellos, solo en ella. Golpeé su puerta y me abrió. Nos sentamos en el sillón y le dije que había recibo su mensaje. ¿Y te gustó? me dijo arqueando sus preciosas cejas directamente hacia mis ojos. Sí, le respondí. Enseguida tomó mi mano y llegamos a su cuarto, como aquella vez que nos separamos. Lo que separa une, dicen. Me sentó en su cama. Con una voz muy salida de sus rojos y marcado labios empezó a leerme su cuento favorito. Podía sentir mis pezones en idas de petrificarse. Enseguida lentamente desabrochó mi camisa blanca y posteriormente mi sostén. Estábamos las dos sin la mayor intención de ir a la vergüenza. Pasó su fina lengua alrededor de mi pezón izquierdo y paró. Me dijo mírame, tomo mi mentón y espolvoreo un poco de polo rojo en mis mejillas, y al terminar succionó mi lengua en su boca. Yo no aguantaba más, mi familia estaba en segundo plano y sentía que se podía ir a la misma mierda junto con sus recuerdos y sus valores. Ponte esto, me dijo. Al ponérmelo, me di cuenta que era un bestón de jardín no tan adecuado a mi cuerpo y veía como mis senos casi no se notaban por la presión. Luego tomó mi entrepierna, bajó mis jeans y hundió dos dedos en mi gruesa vagina que lloraba de esa palabra antes mencionada: calentura. Y ahora esto, pero no te subas el cierre, me dijo y me lanzó un pantalón oscuro. A través del cierre abierto, ella seguía hundiéndome sus dedos, pero ya no dos, sino tres. Yo tomaba su cabeza y la sacudía. Saqué su polera y admiré su barnizada piel, sus apolíneos pechos que se mezclaban con el verde de sus ojos y las duras caderas que sobresalían en caída desde su cintura. Cuando ya la cima no podía estar más lejos que la sima y apunto de desbordarse sobre su cuerpo, ella tomó un máquina y rapó mi cabello, conmigo frente de ella y yo sin poder hacer nada gracias a los calambres vaginales que movían como sismo mis caderas. Cuando terminé, sentí que ella se fue en orgasmos múltiples fuera de de este mundo, fuera de la sociedad, fuera del sexo caprichoso impuesto por unos misérrimos valores familiares. Nos quedamos recostadas varios minutos sobre su cama, yo soñando y ella no lo sé. Supe en ese momento que no era involución, sino evolución.
Los primeros días yo la visitaba y hacíamos el amor (en realidad sexo. Nunca me dijo te amo). Lo hacíamos rico, lo hacíamos suave, lo hacíamos sin prejuicio, lo hacíamos diario, por horas y horas. A veces ella era la profesora, a veces yo su alumno, a veces ella la madre, a veces yo el hijo, a veces ella la dueña, a veces yo un niño obediente y sometido. A veces ella acariciaba mi pelo y me llamaba su Lechón. A las semanas, mi pelo había crecido un poco y ella siempre en nuestros encuentros me peinaba hacia atrás con la partidura a un lado. Un día cuando me peinaba, me dijo que empezáramos a ir a mi casa. Me pillo de sorpresa, quizás ella no sabía que aún estaba mi familia, quizás no supo nada de mí en nuestra separación, en fin, lo decidí y le dije que bueno. Como me hubiese gustado ser hombre para decir que tuve cogones, y cogones de niño para ella, porque decir tuve ovarios firmes suena muy a mujer, a mujer madura. Así fue que al día siguiente la presenté a mi madre y a mí hermano. Nos sentamos los cuatro en el living y, claro, ella era mi amiga y no mi amante. Conversamos del trabajo de ella, del mío, de la vida de viuda de mi madre y de la no colegiatura de mi hermano a causa del viaje hasta acá. Mi madre le contaba las razones de su visita tan extendida a mi casa, y ella supo e hizo concordar las fechas, me miró y me dijo ¿por qué no me habías dicho de tu depresión? Su mirada era depredadora y llamadora de atención. Sí, no me gusta molestar a mis amistades con mis problemas, le dije y ella me contestó que no sabía eso de mí. El saber que ella sabía que tuve que llamar a mi madre después de nuestra separación, por un lado me ponía nerviosa por el hecho de la confianza, de no haberle dicho lo que había pasado conmigo, pero a la vez me sentía tranquila y proyectada, ya que ella se daría cuenta que esta persona realmente la amaba y que podía llegar hasta el punto de hacer venir a su familia por el dolor del amor de ella. Enseguida ella cambió de tema y me dijo ¿Por qué nunca me dijiste que tenías un hermano menor? Y antes de contestarle, se acercó a él y acarició su rodilla suave y largamente, de la misma manera que lo hacía conmigo mientras yo estaba disfrazada de colegial. Rápidamente tomé a mi hermano en brazos y le dije que debíamos irnos.
Los días que siguieron sus visitas a mi casa, siempre tenía que encerrar a mi hermano en su habitación, y ella siempre me preguntaba e intentaba llegar a él. Qué pasa contigo, le dije un día, yo te amo, no te das cuenta; el es mi hermano pequeño. Acaso no te vasta conmigo, me haz cortado el cabello, me haz disfrazado, me haz hecho poner un tete en la boca, decirte mamita y jugar con tu vagina como quien juega a las tacitas. Ella me respondió diciéndome que ya sabía de antes de la llegada de mi familia, en especial de mi hermano. No supe qué hacer, mi sexo había sido utilizado, roto, masacrado por el amor y la calentura. Enseguida, con el dolor de mi corazón, le dije que se fuera. No podía creer que ella, el amor, el propósito de mis deseos y de vida, esa mujer intelectual, avanzada para esta sociedad, la mejor escritora de cuentos infantiles, me esté cambiando por mi hermano pequeño. Bajo la pasión, sabía que ella tenía razón, mi hermano tenía un pene pequeño, era varón, un lechón original y no una simple mujer madura que intentaba el juego de imitar. Al día siguiente fui yo misma a sacar los pasajes devuelta para mi madre y mi hermano. Debía sacarlos de mi casa, de mi calentura ahora echa un camino hacia el odio y, principal y definitivamente, de ella. Al llegar a mi casa encontré sobre la mesa de centro el álbum de ella, lo tomé y me observé una fotografía de mi hermano. Corrí hacia la pieza y encontré a mi madre atada a la cama e inconsciente. No me importó más que a mi hermano y corrí a la pieza de mi madre, abrí la puerta y nada, no había nadie, busqué por toda la casa. No tiene sentido, grité y salí hacia su casa. Debía llegar antes de lo que no quería pensar. Nuevamente era una mujer loca corriendo por la calle, y ahora no sólo por el amor, sino por el odio también. Abría la reja, entré por el patio, aceleradamente entré y sobre su mesa de centro había un borrador de unas tres líneas, y fue en ese momento que me di cuenta que todo ya estaba hecho, que mi amor ya estaba roto, y por mi hermano además. Supe que ese era el cuento de dos amantes, uno mi hermano y la otra ella, esa mujer de vida y de sexo. Con valor leí el párrafo final:
“Todos ya sabía que la hermana dragón ya moría a causa del pequeño hermano dragón, y fue por esto que todas esas personas que fueron acusadas por el pueblo de hacer el mal a sus habitantes, fueron en busca del hermano…”
Empecé a caminar por el pasillo, podía sentir el llanto de mi hermano y el quejido reminiscente de ella.
“Al encontrarse con el pequeño hermano dragón, todos le contaron que necesitaban llevárselo al pueblo, ya que su hermana moría a causa de su alejamiento. El dragoncillo pensó: estas son las personas maltratadas por las mismas personas que me exiliaron del pueblo. Entonces quiere decir que ellos están de mi lado, pensó el pequeño dragón.”
Abrí la puerta, ella estaba desnuda y con los ojos vendados y haciendo danzar su cuerpo sobre mi hermano que, recostado de espalda sobre la cama, tenía los pantalones a la rodilla y una lluvia de llanto sobre su rostro que cegaba al silencio. No vi más. Fui con el sufrimiento en mis pies hacia la cocina, saqué un cuchillo, fui a la pieza y lo enterré.
“Lo que no sabía el pequeño hermano dragón, era que esa gente realmente era la responsable de su desgracia. Pobre dragoncillo, fue muerto a palos por los malvados pueblerinos”
Hoy en día, con el odio de mi madre sobre mis hombros, me dedico a buscar por todo el mundo a esa escritora que aún amo con todo el amor y con todo el sexo que existe.