lunes, 10 de mayo de 2010

Magnum

Esto no debería transgredirme mucho tiempo. Pido otro vaso de vino e indiscutiblemente su rostro invade mi tranquilidad y el cariño de mis comensales. No puedo negarme a pensar mi vida hace un mes, regodeando el zaceo de la vida sin la preocupación de los normales, buscando en cada verso la comida, el humo, la mano y el respeto. Ahí los tenía a todos diciéndome buenas tardes mientras la mayoría los pájaros del pueblo volaban entre los árboles llevando mi nombre en sus picos. Mis versos no eran el alimento, yo era el alimento de ellos, pues gracias a mi apetito correspondido los versos vivían aún para cada una de las calles silenciosas de esta localidad. Las lluvias servían sólo para ratificar esa condena de ser el sol de las húmedas plazas, ahí en mi alberge con baño privado donado por la señora María Luisa, que sólo me pedía tres poemas por noches y declamarlos en los momentos más populares, aumentando cada vez más la temperatura del puterío, en risas, amantes e hipos eternos. Algunos visitantes se sorprenden y me preguntan qué hago para vivir de esta manera, yo les respondo que soy la razón, que soy el verbo, que soy el humor y que soy la cultura de todos. Mi voz paraliza la espuma de epilépticos y transforma mis compañeras de terruño en algo más que señoras. Al ser visto, todos miran mi caminar, los ancianos se sacan sus sombreros dejando caer a mis pies sus respetos. Lo bebo todo y pido otro vaso de vino. Comienzo a temer por su presencia, me intento engañar pensando en otra cosa, como aquella vez que arribé desde la capital con un par de bigotes de niño retrasado simulando ser adulto, cargado de sueños y de incertidumbre, soltando y exteriorizando confianza. Los más ancianos recuerdan mi primera timidez que, siendo sincero conmigo mismo, nunca había sido más tácita en mi conciencia. En un comienzo mi nombre sonaba sigilosamente por el pueblo, pero comenzaba a resonar siempre y cuando yo encontraba necesario hacerlo, pues esa era la prueba que tenía para verificar mi importancia en este lugar. Era mi plan. Lo llevé a cabo. Creí lo que creé, sin lugar a dudas lo creí y lo creo aún más cuando veo a esas tres damas del fondo, sentadas y confabulando secretos anónimos e indirectos para mí. Amigo, este está aún más rico que el anterior, vaya preparándome otro, por favor. Lo miro, está en un rincón, la gente se le acerca, los que estaban a mi lado se le acercan.
Un mes bastó para que todo cambiara. Yo era el verbo hecho persona, yo era el santiaguino estrella, yo era el alcalde de las letras del pueblo. Guillermo Kunst es su nombre, su literatura aparenta casi cuarenta, pero en realidad este tipo tiene 25 años, quizás recién esté aprendiendo a beber vino, a fumar y a fornicar como yo. Para mí es un novato dentro de la vida, pero debo aceptarlo como mi par en la poesía y en todo lo que se refiere a la intelectualidad. Dudo de su formación casera; más de un diploma debe tener este mal nacido que llega a ocupar el puesto que siempre estuvo dispuesto para mí (pues yo fui el primero y pienso ser el único, retomar mi poderío, mi autoridad), así me lo hicieron ver y así quiero creer que lo creen todos. Bueno, es increíble saber que un mes basta para quedar desplazado. La gente me seguía queriendo, eso lo sabía, pero el querer no va más allá que el respeto. Este no tiene par, no hay limitaciones para su evolución, es infinito. El cariño es limitado y por ser así, te limita y hace parecerte un perro cuya finalidad se reduce al hambre y al odio. Y yo quiero respeto, que todas estas moscas vuelen a la mierda de mis zapatos y que desde allí miren mis labios y su movimiento al recitar versos que buscan más respeto y aplausos entre los fáciles mujeriegos de la casa de Doña María Luisa. Kunst ahora es todo. En un principio fuimos amigos, le mostré el pueblo, hablé con mi jefa, le dimos alojo, comió y me agradeció. Sin embargo mi amabilidad se fundaba sólo en una cosa: mi ignorancia de pensar que seguía siendo el único. Este muchachito nunca pronunció una palabra de sus intenciones para con este pueblo. Quizás haya sido mi culpa por nunca preguntarle, pero sigo pensando que eso no se hace; no soy tan parecidos a los de esta localidad, mi apariencia es diferente, la mía es la de un escritor o mucho mejor a la de un poeta, y es ahí donde él se debería haber fijado en mi persona y sincerarse, desmascararse. Pero ¿Cuándo vino a saber? Creo que fue pasado un par de horas de su llegada, al otro día por la mañana, si bien lo recuerdo. Yo me sentía alegre de mi situación y en ese momento aún más, pensaba que esto de ser la celebridad desarrollaba capacidades de bondad en mí, pues la alegría de haber ayudado a este recién llegado era tal, que pensé en el deber de hacer partícipes a los pajarillos de esto. Sin embargo, sentí su voz a la distancia, y cual Sócrates se encontraba aserruchándome este suelo lleno de guano, con una multitud que ya yo hubiese querido incluso con el mejor de mis poemas. Pero si hace falta mirarle la cara solamente a ese hombre, mire, se puede ver su desfachatez orgullosa entre sus manos. Enseguida yo callé, nuca le hablé sobre mi autoridad en el pueblo, sobre mi talento, ni mucho menos de los secretos que guardo aún en Santiago. Quizás por vergüenza, quizás por la creación de un plan, quizás por miedo a formar una prematura guerra entre nosotros, quizás por la simulación, quizás por lo que diría el pueblo, pues nunca soportaría enterarme, por ejemplo, que el consejo de anciano habla a mis espaldas, comentando quién es el nuevo genio del pueblo. Le juro que en esos momentos no me importaba recorrer la infinita distancia, llegar a Santiago y entregarme.
Al siguiente día todos comentaban sus poemas, su forma de declamar, además de su juventud y de cómo sería en la cama, por parte de algunas mujeres. Me dije estoy perdido. Pero faltó sólo una frase para darme cuenta que la salida estaba ahí, en ese talento que había dejado en la capital ¿Qué frase? “vecina, ayer pude sentir la poesía del Discípulo”. ¿Y ahí, en esa frase, qué hay? Acaso no se da cuenta, amigo, yo soy su maestro, yo seguía siendo alguien acá, seguía ocupando un lugar. Perdóneme, señor poeta, pero todos lo cobijan a él, no a usted. Es cierto, pero por lo menos tenía algo de qué afirmarme.
Comenzar a idear algo no es nada fácil, pero en el campo el arte es fácil y su apreciación, mucho más. Si eres artistas, todo lo demás resulta ser pamplinas. Mi voz corrió rápido e inteligentemente nunca llegó a los oídos de Guillermo Kunst. Los pueblerinos, dos días después, ya daban por sabido y ratificado quién era el maestro y quién era el discípulo, quién había traído a quién al pueblo para enseñarle lo mejor de la poesía campestre y quién estaba tratando de dejar un continuador de la obra santísima de dar palabrerías rimantes a las personas del pueblo. Sin mentirle, recordé mis mejores tiempos, rodeado por el asfalto, por las luces, el silencio y la privación. Acá todo resulta, y resultó de tal forma que nuevamente creí lo que creé. Alejé cualquier ira hacia él cuando charlábamos, cuando nos emborrachábamos, cuándo íbamos por algunas huasas para disfrutar de ser quienes éramos y somos. Obsérvelo, ahora me llama para beber o quizás para repartirnos a esas chinas, no sé. ¿Pero está seguro de querer hacerlo? Sí, siempre. Sosténgalo. Gracias, amigo. Está pesado. Ahora soy otra persona, siento como la situación cambia, como los talleres de poesía de la cárcel se van a la mierda, como la diferencia de mis poemas y los suyos se los comen los burros y como lo nada y poco que poseo acá no se compara con un pedazo de vereda de Santiago. Me le acerco, nos emborrachamos como un discípulo lo haría con su maestro. Nos estamos largando de la cantina en secreto, sin sospechas. Ahora es el momento, no hay duda. Esto ya no está tan pesado, quizás por la adrenalina, mi mano tiembla, siento un poco de pavor, se lo ubico entre cejas. Leo. Magnum.