miércoles, 5 de noviembre de 2008

El sExO SegÚn MallArMé

Estaba frete de ella. Sabía que lo más seguro era que entendía ya mi postura sobre su cuerpo de mujer, sobre sus piernas que se cruzaban blancamente negándome la raíz que yo deseaba hacer brotar entre mis labios. Pero al negarme con su cruzamiento, comprendí que aquello también significaba el punto fijo en donde se encontraba el rubí que tenía que escarbar siguiendo nuestras subjetividades. Miraba desde sus rodillas hasta el borde de su falda (muy bien hecho por lo demás) el cual frenaba el libre albedrío de mi vista y de mis pasiones que estaban empezando a no dar argumentos para la suspensión de lo que no debía hacer y para la vuelta a la sumersión de la escapada de la vida. Miraba y me detenía. Todo empezó a desarrollarse de otra manera. El miembro endurecía y cada vez miraba más allá de donde la observación sobra y las manos necesitadamente se agitan. Se notaba el bulto que apareció entre mi entrepierna, y aquel fue el sistema que ella necesitó para hacer funcionar el roce que venía. Se acercó a mí y yo mantenía la concentración sobre su cuerpo entero, aunque esto significaba no sacarle el provecho o a sus blancas piernas, suaves a la vista, o sus pechos que se escondían bajo un juego en donde mi recepción parecía fácil y cercana ¿su rostro? Su rostro ya no me interesaba. Se puso frete de mí, las palabras no nacían, su olor era claro, su olor era madurez, su piel era joven, su todo era algodón húmedo. Puse mi mano en el arco de su espalda, sintiendo la fibra adolecente. Puse la otra mano, apoyando la palma sobre su vientre, y empecé a jugar con un apretamiento delicado de su carne. Mientras comenzaba a subir mi palma hacia el centro de sus pechos, sentí como su pelo caía en mi pelo; se desbordaba la confianza, mi libertad a hacerle mía. Sobé un par de veces su pecho estirando lentamente mis dedos hacia cada uno de sus duras firmes tetas. Rozar suave cada camino hasta llegar a la cima de sus pezones, era lo que sabía que tenía que hacer; pero las manos ya creía no necesitarlas, por lo que acerqué mi cabeza y con ella mi lengua y fui bebiendo como un pequeño felino la miel que su piel me daba. El pezón derecho había endurecido, pero nunca dejó de ser carne. Moví la lengua en un sentido, luego en el otro, en círculo sobre su botón hinchado. Enseguida comencé apretarlo intermitentemente. Su respiración llegaba al aura de mi faz. Sentía como su pecho roncaba áspero en mis mejillas. Mordí como niño su pecho izquierdo, comenzando a turnar mi boca para sus tetas. Levemente mi entrepierna sentía como la cadera de mi amante rompía con su quietud y levemente comenzaba a moverse hacia delante, en una acción que ya se escapaba de toda reglamento, de todo arrepentimiento, y que daba paso a chuparme el lóbulo como una principiante. Mi lengua parecía gustarle bajo su mentón, por lo que pensé seguir un poco más, sin embargo repentinamente tomó mi verga como su madre, con experiencia, pasando a agacharse, a abrir rápidamente el cierre y hacer un sexo oral con madurez, con profundidad y casi sin respirar. Sin lugar a dudas me había equivocado con pensar que estaba tomando el control de hacerla mía; mi subestimación estaba siendo basureada. Lo único que se me ocurrió fue tomarle el pelo y masajearlo, pero cuando estaba punto de hacerlo, el anillo que con su boca hacía en mi pene cada vez era más intenso; fue como un gustoso calambre a toda mi zona genital. Escuchaba como respiraba con su boca ocupada. No podía quedarme pasivo, por lo que estiré mi brazo y alcancé su nalga respingada. Movía la mano sobre su falda, acariciándole rápidamente su culo fibroso. Levanté su corta falda, metiéndole todos mis dedos bajo su pequeño calzón. La lisura de sus nalgas me hizo deslizarme de vez en cuando hacia su gordo corazón de carne. Metí mi largo dedo entre la zanja humedecida. Me moría por besársela y sesionarle el alma y los gritos que comenzaban a salir hacia mi verga. Mientras sus labios seguían pasando en banda hacia mi pubis, introducí en lo profundo dos dedos y los asimilé a un pene. La idea le pareció bastante bien, y sacó de mí su boca humectada y comenzó a masturbarme tan rápido como yo se lo hacía. Pareció una competencia en donde nos esforzábamos en complacer la meseta del otro. Aún así, mis movimientos los estaba haciendo con mi mayor esfuerzo, por lo que sus suspiros sonaban a más. Quise terminar con esta reciprocidad y gatille con la yema de un dedo su clítoris de forma sorpresiva. Eran empujones ascendentes que la estaban haciendo pedir la penetración por donde sea. Una y otra vez. Hacia arriba; hacia arriba. Dejó de masturbarme y se dedicó a ver con los poros mi vida en el sexo. Debía moverme de la posición que estaba y ponerme detrás de ella. Lo hice, pero sin sacar mis dedos de su vagina, que a esa altura mojaba a la propia lluvia. Al igual que ella, me agaché, abrí sus piernas, formando una tijera con dos dedos para abrir su vagina, dejé pasar tres veces mi lengua como una pluma recorriendo todo su mojado y grueso vaivén vaginal. Su desesperación fue tal que dio media vuelta y, poniéndome de pie, nos fuimos sobre su cama y a mí en particular sobre ella. Sin preámbulos anteriores, no dudé y la penetré. Sus caderas comenzaban a moverse por inercia hacia mí, hacia el cielo que golpeaba sus muslos. Mientras nuestras piernas emitían el sonido de la carne y mientras el sudor se confundía, observé que le gustaba leer a Mallarmé. Su antología se ubicaba al lado de un lápiz y una agenda color roza.

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