miércoles, 22 de diciembre de 2010

Buscando a Gustav

No hubiese querido nunca despertar, pero ahí estuve, despegando las negras sábanas de su cama de mi mejilla, sin ánimo de nada, incluso de pensar que sería delicioso seguir durmiendo junto a él, en esa cama esponjosa que me hundía hacia su fibroso y esbelto cuerpo onírico. Tenías ganas de café, tenía ganas sentirme una mujer satisfecha, sentarme sobre el balcón y mirar la Rue Pierre et Marie desde un octavo piso parisino y estar anclada al pensamiento de aquellos orgasmos que olvidaban las manchadas copas de vino tiradas en el suelo y que retumbaban de manera perturbante en mi cabeza. Olí mi cabello, el cigarrillo prensaba mi chasquilla hecha con tanta delicadez horas antes de entrar a esta casa que ya sentía como mía, mía en tan sólo una fiesta. No quise mirar hacia atrás, así como aquella mujer miserable que terminó girando apropósito su vista y de paso anclando su vida al mar. Al contrario, yo quería mantener intacta y alejada de la contaminación que tienen los sentidos, la imagen de sus brazos fuertes abrasando mi espalda mientras su firme cadera movía todo mi cuerpo, mi mundo. Observé rápidamente la habitación. Quería mi café matutino. Avancé hacia la sala central, todo estaba sucio y juro que podría haber limpiado todo en un minuto, sólo motivada por aquella conjugada alegría en el placer que tenía. Pero yo no quería a Gustav por tan sólo una noche, lo quería por más tiempo junto a mí, no sólo en el sexo, no sólo con su ronco quejido evaporizando mi oído mientras pasa su gruesa mano por mis senos (¡Mierda! Podía sentir sus engañosos finos labios en mis ya adormecidos pezones) y no sólo en un deshacer de pudores, sino que como pareja, como el francés que toda chilena pensó amar y hacer entrelazar sus vidas y sus culturas en una familia. De mi mano lo quería yo y enseñarle como una latinoamericana ama, enseñarle a dejar el miedo del prejuicio y llegar a sentir su voz diciéndome que era feliz a mi lado. Pero limpiar todo significaba decir que lo amaba desde hace tiempo, y yo jamás busqué aquello, él debía amarme primero, de igual manera que él debía seducirme primero para yo hacerlo enseguida, tal cual había ocurrido por la noche. Querer algo no significa avandonarse, hay algo que debe permanecer, pues si viertes todo en el otro, ese aquel no encontrará amor en una. Cuando el amor va, el amor que espera viene precipitadamente al vacío, auto encontrándose solo. Tomé un cigarrillo que salía como una tentativa lengua desde un paquete de Camel sobre el mueble. Ahí estaba la fotografía. Aparecía Carolina, mi mejor amiga, y Gustav, juntos y besándose sobre un puente en Praga. Carolina llevaba puesto los aretes que le regalé el día que partió a Francia, hacia ya un año. Cómo yo podía saber que su novio iba a raspar mis arterias de la seducción al verlo, expulsando y al mismo tiempo aspirando la sangre que ardía cada vez que él hablaba buscando mis repuestas en un francés mucho mejor que el de Carolina (aún no sé como estando doce largos meses en Paris no haya podido llegar siquiera a un acento de emigrante residente). Miré su foto detenidamente, de ahí miré en mis recuerdos, miré un sonido de llamada sobre mi celular, muchas cifras, extranjero, dije, pensando inmediatamente en ella. Continué mirando todo el largo mueble cargado de recuerdos de viajes y de amigos en los cuales yo no estaba; amigos que ella había hecho en este último año. Seguí recordando a Carolina y sus llamadas telefónicas que insistían en que fuera y en que reviviéramos juntas nuestra historia de amistad chilena; ahora desde otro continente. Sé que es la ciudad que muchos aman, pero hay que atreverse a pasar una temporada en el infierno que es Paris por verano para tomar una decisión rápidamente. De todos modos acepté.
Carolina siempre me había parecido demasiada pegada a mí, era mi amiga y ahí recaía el argumento para no dejarla de lado nunca, para no decirle somos diferente, yo soy independiente incluso hasta de mi misma a veces, mientras tú, mientras tú, mientras tú, y así terminaba todo siempre, sólo en mi cabeza. Recuerdo que siempre me habían gustado sus novios, y cuando digo sus novios hablo de muchos. Carolina tiene belleza natural. A veces sola en mi cuarto, hacía una lista con los diferentes atractivos de Carolina que hacían trastornar a los hombres, y si tengo que reconocer algo, ese algo es que al hacer esa lista, al enumerarlos en jerarquía, siempre fue por un intento de buscar qué cosas imitar de ella. Claro, la lista era difícil siendo Carolina el prototipo. Siempre hacía y desasía aquella lista cobijada sólo en mi cabeza. A veces llegaba a listas que me satisfacían enormemente, y que llevaban a pensar que el instructivo de belleza estaba listo, pero faltaba nada mas estar frente a ella y detenerme en su rostro por un instante, para eliminar todo lo planeado y enviarme nuevamente a su sombra. En mi lista, un día estaban sus dientes delanteros separados delicadamente y que marcaban su sonrisa e hinchaban aquellos labios que podían engrosar por sí solos cualquier palabra salida a través de ellos. Otros días estaban sus ojos, reflejos de los ojos de Gustav; eran el cielo y mar en un permanente observar. Así estaba yo en un constante armar y desarmar de sus cualidades. Sin embargo Carolina carecía de seducción y pecaba de confianza hacia su amiga, hacia mí. Debo reconocer que de la misma manera cuando sentía santo placer al acostarme con sus novios, sentía fuertemente en mí el peso de su linda persona, de su amistad, y me dolía bastante. El peso de mis actos, era el peso de pérdida de sinceridad de las mujeres frente a los hombres.
Tomé el tazón de café y me senté en el sofá. Podía escuchar las risas entre los bailes de a noche, las frases en español mal construidas por los franceses amigos de Gustav que intentaban seducirme y, entre aquellas, la mirada de él que buscaba algo diferente en su vida, no a una Carolina careciente de independencia dando problemas y más problemas en un estado etílico que justificaba de manera absurda por mi llegada a Paris. Sabía que Gustav no quería eso. Conocía a los hombres y, mejor aún, a los hombres de Carolina. Me paré y me dirigí al baño, quería ver evidencias del mal estado de Carolina, quería buscar argumentos que me llevaran a no sentirme la misma perra mujer que en Chile seducía y amaba a los hombres de su amiga. Sin embargo antes de llegar a la puerta, mis recuerdos me habían dejado. Volví al sofá y seguí bebiendo el café. Hice memoria y vino en mí Gustav nuevamente. Podía besarlo en el pensamiento, podía afirmar su espalda que sentí menuda y mojada agitándose sobre mi cuerpo, soltar su cabellera y desordenar su pelo mientras su cabeza bajaba y tocaba con la lengua mi emancipada alma. Dejé el café y comencé a jugar con mis dedos y con los recuerdos, quería mojarme en un precalentamiento que me llevaría de vuelta a la habitación, despertar a Gustav y hacer el amor de una manera simbólica que llevaría a sellar nuestra relación. Todo se oscureció, se encendieron a medias las luces, volvió el humo, volvió la fiesta. A los lados tenía a los franchutes. A lo lejos vi a Gustav levantarse desde su silla e irse enfadado. Carolina desparecía constantemente. La firme carne golpeaba mis muslos y mis gemidos se perdían en otros gemidos. Pasé de la excitación al miedo, a ese abismo de los recuerdos vagos que ocultaban otros orgasmos. Me vi bebiendo y bebiendo, enfurecida por la partida de Gustav. Una nueva y suave carne continuó golpeando mis muslos. Recordé una seducción solapada que buscábame perfectamente desatando los nudos en los cuales sostenía mi cordura. Bajé al miedo. Debía volver a la pieza, buscar a Gustav y refugiarme en su voz, en su pecho, en su protección y escuchar que era él. O quizás necesitaba entrar y justificarme bajo su elección. Sin embargo sé que entré sólo para ratificarme como mujer.
Comencé avanzar. Sobre mi espalda llevaba el peso del sexo de todos los novios de Carolina, y, como paradoja, llevaba en mi cuerpo los orgasmos de ella, como una forma de redención hacia mi culpa. Abrí la puerta, y al mismo tiempo escuché el grito de Gustav que avisaba su regreso a casa. Observé las copas manchadas de vino nuevamente. Al lado de éstos, estaban los aretes que había regalado a Carolina, mi amiga, esa mujer que yacía sobre la cama semicubierta y rociando al aire un redondo pecho pálido sobre las negras sábanas de la cama.

lunes, 10 de mayo de 2010

Magnum

Esto no debería transgredirme mucho tiempo. Pido otro vaso de vino e indiscutiblemente su rostro invade mi tranquilidad y el cariño de mis comensales. No puedo negarme a pensar mi vida hace un mes, regodeando el zaceo de la vida sin la preocupación de los normales, buscando en cada verso la comida, el humo, la mano y el respeto. Ahí los tenía a todos diciéndome buenas tardes mientras la mayoría los pájaros del pueblo volaban entre los árboles llevando mi nombre en sus picos. Mis versos no eran el alimento, yo era el alimento de ellos, pues gracias a mi apetito correspondido los versos vivían aún para cada una de las calles silenciosas de esta localidad. Las lluvias servían sólo para ratificar esa condena de ser el sol de las húmedas plazas, ahí en mi alberge con baño privado donado por la señora María Luisa, que sólo me pedía tres poemas por noches y declamarlos en los momentos más populares, aumentando cada vez más la temperatura del puterío, en risas, amantes e hipos eternos. Algunos visitantes se sorprenden y me preguntan qué hago para vivir de esta manera, yo les respondo que soy la razón, que soy el verbo, que soy el humor y que soy la cultura de todos. Mi voz paraliza la espuma de epilépticos y transforma mis compañeras de terruño en algo más que señoras. Al ser visto, todos miran mi caminar, los ancianos se sacan sus sombreros dejando caer a mis pies sus respetos. Lo bebo todo y pido otro vaso de vino. Comienzo a temer por su presencia, me intento engañar pensando en otra cosa, como aquella vez que arribé desde la capital con un par de bigotes de niño retrasado simulando ser adulto, cargado de sueños y de incertidumbre, soltando y exteriorizando confianza. Los más ancianos recuerdan mi primera timidez que, siendo sincero conmigo mismo, nunca había sido más tácita en mi conciencia. En un comienzo mi nombre sonaba sigilosamente por el pueblo, pero comenzaba a resonar siempre y cuando yo encontraba necesario hacerlo, pues esa era la prueba que tenía para verificar mi importancia en este lugar. Era mi plan. Lo llevé a cabo. Creí lo que creé, sin lugar a dudas lo creí y lo creo aún más cuando veo a esas tres damas del fondo, sentadas y confabulando secretos anónimos e indirectos para mí. Amigo, este está aún más rico que el anterior, vaya preparándome otro, por favor. Lo miro, está en un rincón, la gente se le acerca, los que estaban a mi lado se le acercan.
Un mes bastó para que todo cambiara. Yo era el verbo hecho persona, yo era el santiaguino estrella, yo era el alcalde de las letras del pueblo. Guillermo Kunst es su nombre, su literatura aparenta casi cuarenta, pero en realidad este tipo tiene 25 años, quizás recién esté aprendiendo a beber vino, a fumar y a fornicar como yo. Para mí es un novato dentro de la vida, pero debo aceptarlo como mi par en la poesía y en todo lo que se refiere a la intelectualidad. Dudo de su formación casera; más de un diploma debe tener este mal nacido que llega a ocupar el puesto que siempre estuvo dispuesto para mí (pues yo fui el primero y pienso ser el único, retomar mi poderío, mi autoridad), así me lo hicieron ver y así quiero creer que lo creen todos. Bueno, es increíble saber que un mes basta para quedar desplazado. La gente me seguía queriendo, eso lo sabía, pero el querer no va más allá que el respeto. Este no tiene par, no hay limitaciones para su evolución, es infinito. El cariño es limitado y por ser así, te limita y hace parecerte un perro cuya finalidad se reduce al hambre y al odio. Y yo quiero respeto, que todas estas moscas vuelen a la mierda de mis zapatos y que desde allí miren mis labios y su movimiento al recitar versos que buscan más respeto y aplausos entre los fáciles mujeriegos de la casa de Doña María Luisa. Kunst ahora es todo. En un principio fuimos amigos, le mostré el pueblo, hablé con mi jefa, le dimos alojo, comió y me agradeció. Sin embargo mi amabilidad se fundaba sólo en una cosa: mi ignorancia de pensar que seguía siendo el único. Este muchachito nunca pronunció una palabra de sus intenciones para con este pueblo. Quizás haya sido mi culpa por nunca preguntarle, pero sigo pensando que eso no se hace; no soy tan parecidos a los de esta localidad, mi apariencia es diferente, la mía es la de un escritor o mucho mejor a la de un poeta, y es ahí donde él se debería haber fijado en mi persona y sincerarse, desmascararse. Pero ¿Cuándo vino a saber? Creo que fue pasado un par de horas de su llegada, al otro día por la mañana, si bien lo recuerdo. Yo me sentía alegre de mi situación y en ese momento aún más, pensaba que esto de ser la celebridad desarrollaba capacidades de bondad en mí, pues la alegría de haber ayudado a este recién llegado era tal, que pensé en el deber de hacer partícipes a los pajarillos de esto. Sin embargo, sentí su voz a la distancia, y cual Sócrates se encontraba aserruchándome este suelo lleno de guano, con una multitud que ya yo hubiese querido incluso con el mejor de mis poemas. Pero si hace falta mirarle la cara solamente a ese hombre, mire, se puede ver su desfachatez orgullosa entre sus manos. Enseguida yo callé, nuca le hablé sobre mi autoridad en el pueblo, sobre mi talento, ni mucho menos de los secretos que guardo aún en Santiago. Quizás por vergüenza, quizás por la creación de un plan, quizás por miedo a formar una prematura guerra entre nosotros, quizás por la simulación, quizás por lo que diría el pueblo, pues nunca soportaría enterarme, por ejemplo, que el consejo de anciano habla a mis espaldas, comentando quién es el nuevo genio del pueblo. Le juro que en esos momentos no me importaba recorrer la infinita distancia, llegar a Santiago y entregarme.
Al siguiente día todos comentaban sus poemas, su forma de declamar, además de su juventud y de cómo sería en la cama, por parte de algunas mujeres. Me dije estoy perdido. Pero faltó sólo una frase para darme cuenta que la salida estaba ahí, en ese talento que había dejado en la capital ¿Qué frase? “vecina, ayer pude sentir la poesía del Discípulo”. ¿Y ahí, en esa frase, qué hay? Acaso no se da cuenta, amigo, yo soy su maestro, yo seguía siendo alguien acá, seguía ocupando un lugar. Perdóneme, señor poeta, pero todos lo cobijan a él, no a usted. Es cierto, pero por lo menos tenía algo de qué afirmarme.
Comenzar a idear algo no es nada fácil, pero en el campo el arte es fácil y su apreciación, mucho más. Si eres artistas, todo lo demás resulta ser pamplinas. Mi voz corrió rápido e inteligentemente nunca llegó a los oídos de Guillermo Kunst. Los pueblerinos, dos días después, ya daban por sabido y ratificado quién era el maestro y quién era el discípulo, quién había traído a quién al pueblo para enseñarle lo mejor de la poesía campestre y quién estaba tratando de dejar un continuador de la obra santísima de dar palabrerías rimantes a las personas del pueblo. Sin mentirle, recordé mis mejores tiempos, rodeado por el asfalto, por las luces, el silencio y la privación. Acá todo resulta, y resultó de tal forma que nuevamente creí lo que creé. Alejé cualquier ira hacia él cuando charlábamos, cuando nos emborrachábamos, cuándo íbamos por algunas huasas para disfrutar de ser quienes éramos y somos. Obsérvelo, ahora me llama para beber o quizás para repartirnos a esas chinas, no sé. ¿Pero está seguro de querer hacerlo? Sí, siempre. Sosténgalo. Gracias, amigo. Está pesado. Ahora soy otra persona, siento como la situación cambia, como los talleres de poesía de la cárcel se van a la mierda, como la diferencia de mis poemas y los suyos se los comen los burros y como lo nada y poco que poseo acá no se compara con un pedazo de vereda de Santiago. Me le acerco, nos emborrachamos como un discípulo lo haría con su maestro. Nos estamos largando de la cantina en secreto, sin sospechas. Ahora es el momento, no hay duda. Esto ya no está tan pesado, quizás por la adrenalina, mi mano tiembla, siento un poco de pavor, se lo ubico entre cejas. Leo. Magnum.

sábado, 6 de marzo de 2010

Tesis y Metas

A las tres de la tarde, cuando mi sistema digestivo comenzaba a descansar luego del menú de cinco mil pesos, percaté su belleza y lo idiota que fui por no haberlo hecho antes, como en aquella ocasión con esa fémina llamada Claudita Casanova, robusta y con unos ojos verdes que cada vez que los miraba me recordaban de dónde éramos y cómo nos deberíamos amar. Lo lamentable fue que su madre era mejor mujer en la cama que ella, mejor provocadora auditivamente sobre mi firmeza que a esa edad florecía a cada segundo y a cada insinuación. Y no la aproveché antes; tuve que dejarla luego que su hija nos encontrara sudosos en el mismo lugar donde la crearon. Y era un recuerdo arrepentido, pues podría haber pasado mucho más tiempo disfrutando de esa madurez. Pero se aprende de la experiencia y el paso del tiempo me daba una nueva opción de elegir bien, de actuar bien y conforme con lo que sentía. Esta era la quinta vez que la veía. Si no me equivoco la primera fue hace dos meses, dos largos y destrosantes meses para ella y estoicos para mí. Su beso de encuentro me recordó muchos besos de reencuentros, pero ninguno con ese tono natural de labios que parecían vírgenes de artificios colorantes que sin duda alguna yo sabía a qué se debía. Comenzamos la conversación e inmediatamente me fijé en un pequeño borde de la copa de su rojo sostén intercalado que salía como huyendo de algo represivo desde su blusa. No pude negarme a mirar en su pecho redondo un pequeño lunar que me recordaba mi trabajo y su dolor. Al mismo tiempo un pequeño viento proveniente de su hálito llegaba en mi rostro y con él mi familia, Sofía, las gemelas y el que pronto se les uniría. Un 19 de agosto de 1985 me casé, y como si su nombre fuera intencional, Sofía era la primera licencia de mi grado. Primero nos fuimos a vivir en San Damián, dos años después, en Lo Curro. Creció la familia creció nuestra casa. Pasados los años, y como toda relación matrimonial, nos manteníamos juntos sólo por dos lazos llamados hijos y sexo. Mi especialidad jugó a favor, la conocía y se la conocía. Pero no debía pensar más, seguí mirándole el pecho, el lunar e intermitentemente sus ojos también. Aún así era su cuello rígido el que me llevaba a dejarlo todo por ella, dejar a Sofía, a las gemelas y, quizás, a no conocer nunca al que viene. Ella me hablaba y me decía cosas, su voz salía apretada, quizás por su motivo, quizás por su ajustada ropa de oficinista. Llevaba pantis marrón que cubrían engañosamente sus ejercitadas piernas blancas, su tez era clara como la mía, su apellido Rospigliosi, italiano como el mío, Di Mastroianni. Nuestras familias en algún momento se encontraron y se conocieron en los aniversarios de La Escuola, de ahí nuestras migas y ahí mi colaboración. Hasta el momento ella había estado hablando y yo cavilando de nosotros en silencio, pero llegó el momento de su primer sollozo, decía que tenía miedo de irse, tenía una pequeña de cinco años con síndrome de Down. No supe que decirle, mi situación no era la misma, yo aún tenía a mi mujer para con mis hijas, ella no. Fue su mala suerte de no elegir al hombre indicado y con los mejores genes, pensaba yo. Luego me preguntó qué debía hacer, pero yo no estaba comprometido totalmente, nadie me había enseñado a dar consejos humanos, Enseguida me preguntó qué haría yo en su lugar, pero yo sólo pensaba en estar junto con ella, en esta maldita vida que no nos alcanzó a juntar antes. Miré su lunar y lo vi bañarse de una lágrima que descendió desde el mal gastado rímel de su ojo derecho, la gota corrió por el borde del pecho y llegó a esconderse entre su seno hasta quizás donde yo debería estar cobijado jugando a amar. En silencio le decía deja todo sin miedo y vente conmigo, pues yo lo haré también. Cogí un pañuelo desechable y se lo pasé. Secó sus ojos, respiró y dijo que dejaría todo solucionado antes de irse, las cuentas, las rentas, el seguro para su hija, una familia para su hija. Volví a pensar en Sofía, en las gemelas y en el que viene; volví a mirar el lunar y el precioso borde de su soporte. Todo quedó en silencio por un momento, Su mirada se dirigió a mi escritorio, tomó la foto familiar, la sacada en la Antártica chilena hace dos años, salíamos los cuatro, Sofía feliz por el sexo de la noche anterior y las gemelas agarradas de mí sin sus dientes delanteros. Yo me puse nervioso, saqué el bolígrafo de mi vestón blanco y comencé a jugar sin sentido con él. Ella volvió a respirar, pero esta vez más profundamente y me dijo que estaba lista, que le dijera lo que había venido a escuchar. Nunca es fácil decir esas cosas, la naturaleza es el miedo de nuestra existencia. Yo no quería pensar en su útero ni en el tumor que ya había podrido todo su cuerpo. Quería pensar que nunca había desaparecido su vagina, que seguía siendo la linda mujer que imaginaba. Respiré mi ética, miré mi título y en un segundo ratifiqué hacia dentro de mí, que yo practicaba la oncología ginecológica. Mojé mi boca y le dije, son dos semanas, señora Rospigliosi, son sólo dos semanas.

lunes, 8 de febrero de 2010

CRÍA Y DEVÓRATELOS

Se nos viene el siglo de la leche negra
Allá por el Sena negrero, ciego,
Y acá en las oscuras bestias
que nunca se pensó que lloraban, que reían
que morían
Ahora quién les cantará en este siglo
de leche negra y negreros
de seguro los lejos del Mediteráneo,
los de las costillas rotas y apolilladas,

Sonata de Muerte
sonata fraterna en las aguas embotelladas
sonata ingrata.

Pero no se esfuercen
el hambre come niños aplastados…
y está en calma.
Pero no apuren su gramática
hace falta cincuenta mil palas y manos
hace falta ningún
allez, allez, allez
sálvame Europa, sálvame la dramática democracia
sálvame nada de tu lengua.
La historia, La historia
Se la han
Guardado.

jueves, 21 de enero de 2010

Socios literarios

Ayer por la tarde caminábamos por el mall con Jadranka sin rumbo, sin dinero, sin ganas. Caminábamos fuera de la regla. Por la biblioteca (y sí, si hay una biblioteca) se mostraban como modelos culturales ciertas personas un tanto rubias, con libros pegados a los rostros como una extensión de lentes que nunca tuvieron, porque yo sé de lentes, y esos lentes no eran lentes lentes, sino solamente lentes. Eran hombres y mujeres expandiendo en forma de ladrido el hábito lector como el más horrible olor. Los espejos de las vitrinas no nos dejaban ver los títulos, pero, sin embargo, quedaban a vista ordinaria los ojos inexpertos de quienes los leían, que de vez en cuando cambiaban la dirección, que de vez en cuando cambiaban las letras por personas que observaban un show como yo, pero un pésimo show. Jadranka me dijo que entráramos, que afuera hacía mucho frío. Yo acepté, pero con la condición que nos fumáramos un cigarrillo antes, porque si entrábamos sabía que nos quedaríamos pegados leyendo quizá una novela, quizás un cuento, quizás un par de versos, quizás una Cosa, no lo sabía, pero sí sabía que quedaríamos pegados por un largo tiempo, dejando de lado toda posibilidad de fumar. Teníamos solamente uno, y tuvimos que compartirlo, y al contrario de los pensamientos de cualquier fumador dependiente, la idea no me era (y nunca fue por lo demás) desagradable; era un honor sentirme capaz de aspirar equitativamente el humo con mi pareja y hacer cada fumada una pregunta al otro y cada volcanada de humo, una respuesta. Un cigarro nos basto. Incluso creo que si hubiésemos fumados uno cada uno la conversación habría tornado intencionalmente detallista, lo que sólo resulta divertido cuando hay más de dos. Vi el cigarro y observé que sólo faltaban dos quemadas ´para que el nombre del cigarrillo quedara registrado en nuestros pulmones. Eran dos quemadas que me daban ansias de mostrarles a los de adentro qué era literatura, pero, primeramente, mostrarles el verdadero arte de leer en biblioteca, decirles así lee, compadres. Quería decirles: Chicos rubios, maniquíes literarios, aquí tenéis a vuestro Quijote, el hombre que adquirió la esquizofrenia por la lectura, abriros paso. Quedaba sólo una quemada, era la mía, la maté, saqué mi inhalador, una, dos y tres inyecciones del aerosol, guardé el inhalador y entramos. En recepción nos detuvieron dos chicas de lentes y nos preguntaron quiénes éramos, que allí sólo entraban y podían leer los socios.