miércoles, 22 de diciembre de 2010

Buscando a Gustav

No hubiese querido nunca despertar, pero ahí estuve, despegando las negras sábanas de su cama de mi mejilla, sin ánimo de nada, incluso de pensar que sería delicioso seguir durmiendo junto a él, en esa cama esponjosa que me hundía hacia su fibroso y esbelto cuerpo onírico. Tenías ganas de café, tenía ganas sentirme una mujer satisfecha, sentarme sobre el balcón y mirar la Rue Pierre et Marie desde un octavo piso parisino y estar anclada al pensamiento de aquellos orgasmos que olvidaban las manchadas copas de vino tiradas en el suelo y que retumbaban de manera perturbante en mi cabeza. Olí mi cabello, el cigarrillo prensaba mi chasquilla hecha con tanta delicadez horas antes de entrar a esta casa que ya sentía como mía, mía en tan sólo una fiesta. No quise mirar hacia atrás, así como aquella mujer miserable que terminó girando apropósito su vista y de paso anclando su vida al mar. Al contrario, yo quería mantener intacta y alejada de la contaminación que tienen los sentidos, la imagen de sus brazos fuertes abrasando mi espalda mientras su firme cadera movía todo mi cuerpo, mi mundo. Observé rápidamente la habitación. Quería mi café matutino. Avancé hacia la sala central, todo estaba sucio y juro que podría haber limpiado todo en un minuto, sólo motivada por aquella conjugada alegría en el placer que tenía. Pero yo no quería a Gustav por tan sólo una noche, lo quería por más tiempo junto a mí, no sólo en el sexo, no sólo con su ronco quejido evaporizando mi oído mientras pasa su gruesa mano por mis senos (¡Mierda! Podía sentir sus engañosos finos labios en mis ya adormecidos pezones) y no sólo en un deshacer de pudores, sino que como pareja, como el francés que toda chilena pensó amar y hacer entrelazar sus vidas y sus culturas en una familia. De mi mano lo quería yo y enseñarle como una latinoamericana ama, enseñarle a dejar el miedo del prejuicio y llegar a sentir su voz diciéndome que era feliz a mi lado. Pero limpiar todo significaba decir que lo amaba desde hace tiempo, y yo jamás busqué aquello, él debía amarme primero, de igual manera que él debía seducirme primero para yo hacerlo enseguida, tal cual había ocurrido por la noche. Querer algo no significa avandonarse, hay algo que debe permanecer, pues si viertes todo en el otro, ese aquel no encontrará amor en una. Cuando el amor va, el amor que espera viene precipitadamente al vacío, auto encontrándose solo. Tomé un cigarrillo que salía como una tentativa lengua desde un paquete de Camel sobre el mueble. Ahí estaba la fotografía. Aparecía Carolina, mi mejor amiga, y Gustav, juntos y besándose sobre un puente en Praga. Carolina llevaba puesto los aretes que le regalé el día que partió a Francia, hacia ya un año. Cómo yo podía saber que su novio iba a raspar mis arterias de la seducción al verlo, expulsando y al mismo tiempo aspirando la sangre que ardía cada vez que él hablaba buscando mis repuestas en un francés mucho mejor que el de Carolina (aún no sé como estando doce largos meses en Paris no haya podido llegar siquiera a un acento de emigrante residente). Miré su foto detenidamente, de ahí miré en mis recuerdos, miré un sonido de llamada sobre mi celular, muchas cifras, extranjero, dije, pensando inmediatamente en ella. Continué mirando todo el largo mueble cargado de recuerdos de viajes y de amigos en los cuales yo no estaba; amigos que ella había hecho en este último año. Seguí recordando a Carolina y sus llamadas telefónicas que insistían en que fuera y en que reviviéramos juntas nuestra historia de amistad chilena; ahora desde otro continente. Sé que es la ciudad que muchos aman, pero hay que atreverse a pasar una temporada en el infierno que es Paris por verano para tomar una decisión rápidamente. De todos modos acepté.
Carolina siempre me había parecido demasiada pegada a mí, era mi amiga y ahí recaía el argumento para no dejarla de lado nunca, para no decirle somos diferente, yo soy independiente incluso hasta de mi misma a veces, mientras tú, mientras tú, mientras tú, y así terminaba todo siempre, sólo en mi cabeza. Recuerdo que siempre me habían gustado sus novios, y cuando digo sus novios hablo de muchos. Carolina tiene belleza natural. A veces sola en mi cuarto, hacía una lista con los diferentes atractivos de Carolina que hacían trastornar a los hombres, y si tengo que reconocer algo, ese algo es que al hacer esa lista, al enumerarlos en jerarquía, siempre fue por un intento de buscar qué cosas imitar de ella. Claro, la lista era difícil siendo Carolina el prototipo. Siempre hacía y desasía aquella lista cobijada sólo en mi cabeza. A veces llegaba a listas que me satisfacían enormemente, y que llevaban a pensar que el instructivo de belleza estaba listo, pero faltaba nada mas estar frente a ella y detenerme en su rostro por un instante, para eliminar todo lo planeado y enviarme nuevamente a su sombra. En mi lista, un día estaban sus dientes delanteros separados delicadamente y que marcaban su sonrisa e hinchaban aquellos labios que podían engrosar por sí solos cualquier palabra salida a través de ellos. Otros días estaban sus ojos, reflejos de los ojos de Gustav; eran el cielo y mar en un permanente observar. Así estaba yo en un constante armar y desarmar de sus cualidades. Sin embargo Carolina carecía de seducción y pecaba de confianza hacia su amiga, hacia mí. Debo reconocer que de la misma manera cuando sentía santo placer al acostarme con sus novios, sentía fuertemente en mí el peso de su linda persona, de su amistad, y me dolía bastante. El peso de mis actos, era el peso de pérdida de sinceridad de las mujeres frente a los hombres.
Tomé el tazón de café y me senté en el sofá. Podía escuchar las risas entre los bailes de a noche, las frases en español mal construidas por los franceses amigos de Gustav que intentaban seducirme y, entre aquellas, la mirada de él que buscaba algo diferente en su vida, no a una Carolina careciente de independencia dando problemas y más problemas en un estado etílico que justificaba de manera absurda por mi llegada a Paris. Sabía que Gustav no quería eso. Conocía a los hombres y, mejor aún, a los hombres de Carolina. Me paré y me dirigí al baño, quería ver evidencias del mal estado de Carolina, quería buscar argumentos que me llevaran a no sentirme la misma perra mujer que en Chile seducía y amaba a los hombres de su amiga. Sin embargo antes de llegar a la puerta, mis recuerdos me habían dejado. Volví al sofá y seguí bebiendo el café. Hice memoria y vino en mí Gustav nuevamente. Podía besarlo en el pensamiento, podía afirmar su espalda que sentí menuda y mojada agitándose sobre mi cuerpo, soltar su cabellera y desordenar su pelo mientras su cabeza bajaba y tocaba con la lengua mi emancipada alma. Dejé el café y comencé a jugar con mis dedos y con los recuerdos, quería mojarme en un precalentamiento que me llevaría de vuelta a la habitación, despertar a Gustav y hacer el amor de una manera simbólica que llevaría a sellar nuestra relación. Todo se oscureció, se encendieron a medias las luces, volvió el humo, volvió la fiesta. A los lados tenía a los franchutes. A lo lejos vi a Gustav levantarse desde su silla e irse enfadado. Carolina desparecía constantemente. La firme carne golpeaba mis muslos y mis gemidos se perdían en otros gemidos. Pasé de la excitación al miedo, a ese abismo de los recuerdos vagos que ocultaban otros orgasmos. Me vi bebiendo y bebiendo, enfurecida por la partida de Gustav. Una nueva y suave carne continuó golpeando mis muslos. Recordé una seducción solapada que buscábame perfectamente desatando los nudos en los cuales sostenía mi cordura. Bajé al miedo. Debía volver a la pieza, buscar a Gustav y refugiarme en su voz, en su pecho, en su protección y escuchar que era él. O quizás necesitaba entrar y justificarme bajo su elección. Sin embargo sé que entré sólo para ratificarme como mujer.
Comencé avanzar. Sobre mi espalda llevaba el peso del sexo de todos los novios de Carolina, y, como paradoja, llevaba en mi cuerpo los orgasmos de ella, como una forma de redención hacia mi culpa. Abrí la puerta, y al mismo tiempo escuché el grito de Gustav que avisaba su regreso a casa. Observé las copas manchadas de vino nuevamente. Al lado de éstos, estaban los aretes que había regalado a Carolina, mi amiga, esa mujer que yacía sobre la cama semicubierta y rociando al aire un redondo pecho pálido sobre las negras sábanas de la cama.

No hay comentarios: